Sin prisa alguna dejé que la fría mañana del enero romano me fuera espabilando. Necesitaba un pellizco gordo para sobreponerme a lo que acababa de vivir. Los taconazos sonoros de los guardias suizos, saludándome al cruzar cada uno de los controles, me iban volviendo a la realidad. Llevaba dos meses muy nervioso, desde que el secretario personal del papa Francisco, Mons. Fabián Pedacchio, me había confirmado que hoy (martes 30 de enero) a las 7 de la mañana concelebraría la misa con el Santo Padre en la capilla de la Domus Sanctae Martae. Y ahora interiormente me repetía "ya pasó, tranquilo, fue posible?", mientras seguía rumiando los momentos recientemente disfrutados junto al sucesor de Pedro, en la sencilla pero devotísima celebración eucarística y en el posterior saludo personal y breve conversación con el papa Francisco.

Había recorrido a lo ancho la Plaza de San Pedro -¡nunca tan vacía y tan mía!- haciendo tiempo para que a las 6.30 de la mañana se abriera el Portone del Santo Ufficio. Dos bien abrigados guardias suizos nos indicaron el camino a la Casa Santa Marta a las pocas personas que acudíamos del exterior a la celebración: cinco obispos, dos de lengua eslava, tres sacerdotes, uno de ellos llevando del brazo a su anciana madre, y una veintena más de personas entre religiosas y seglares, todas, según pudo detectar mi curiosidad periodística, con el sólido argumento de celebrar las bodas de oro o plata matrimoniales, de profesión religiosa o, como yo, de ordenación ministerial. Preside la sala de espera donde dejamos los abrigos, un cuadro de la conocida como "Virgen de los nudos", cuya advocación me consoló y a la que supliqué ayuda tanto para mí como para el santo Padre. Los fieles entraron ya directamente al oratorio y los clérigos, tras revestirnos con los ornamentos, lo hicimos también, aguardando la salida del celebrante en las sillas delanteras. El papa, con casulla verde, irrumpió con gesto sereno y piadoso, besó el altar y ocupó la sencilla sede carente de doseles y escalones, al mismo nivel del altar y del pueblo. La capilla de Santa Marta es un oratorio de moderno trazado arquitectónico que invita a la oración y a la piedad. El silencio, además, genera un manantial de paz. Dos religiosas de una congregación italiana dedicada al cuidado de los sacerdotes, hicieron la lectura y el salmo correspondiente. A mí me encomendaron leer en italiano el evangelio que narra la curación de la hemorroisa y de la hijita de Jairo; me pareció larguísimo e imagino que seguramente, con la práctica lejana del idioma, se me habrá escapado alguna leve deficiencia de acentuación, pero no percibí caras de extrañeza en los presentes?

La homilía del Papa fue cercana y directa, propia de un maestro que conociera al auditorio de toda la vida, sacando como quien lo ha previsto todo, apropiadas consideraciones para los pastores y también para los fieles. El modo de actuar de Jesús en una jornada normal le llevó a subrayar su cercanía y ternura de Buen Pastor, sin horarios, que es modelo para obispos y sacerdotes. Y ese mostrar "la cercanía y ternura de Dios en el pastor produce en el pueblo el gozoso estupor de sentir la presencia divina". Tras la consagración, me emocioné al poder unirme allí en vivo y en directo a la oración del Papa recordando a los difuntos -¡tantos que dieron la vida por la extensión del Reino a lo largo de los siglos!- y en el "memento" de los vivos, aporté mi plegaria por la inacabable catarata de problemas, proyectos y personas que serán riada diaria en la cabeza y el corazón del Papa. Distribuí la comunión a los fieles como me encargaron y comulgué yo. Y allí entonces me senté y me sentí feliz a rebosar. Y cerrando los ojos recé: ¡gracias, qué bien se está así!

Acabada la eucaristía el papa Francisco da gracias sentándose en una silla cercana a la salida. Todos en un silencio notable le imitamos hasta que él se levantó y nos aguardó en el hall, en donde ordenadamente le fuimos saludando: obispos, sacerdotes, religiosas y seglares. Él parece no tener apuros y aunque dice que somos una iglesia "en salida", se entretiene con cada uno como si no hubiera nada que hacer en la Santa Iglesia de Dios. Tampoco nadie le acapara en demasía, consciente de que cada jornada del papa Francisco resulta un continuo sin vivir.

Cuando me acerqué, cogiéndole de las dos manos, como a un sacerdote y padre cargado de experiencia, me referí a mis pasados cincuenta años de sacerdocio muy laborioso ¡y siempre feliz! El mirándome con cariño agradecido dijo "¡bien!" y yo me atrevía a continuar: "Santidad, últimamente, además de las tareas ministeriales diarias, no hago más que dar gracias y pedir perdón; en adelante ¿qué más podría hacer?". El Papa Francisco me apretó las manos y sonriendo añadió: "¡Nada más!, tú sigue adelante dando gracias y también pidiendo perdón". "Y ¿nada más?", exclamé, mientras rompíamos los dos en una sonora carcajada que yo no olvidaré mientras viva.

Luego salí y sin prisa alguna dejé que la fría mañana del enero romano me fuera espabilando.

*Sacerdote y periodista