Es difícil ver Voyeur, el documental de Netflix que narra la investigación realizada por Gay Talese sobre las peculiares rutinas de Gerald Foos -el dueño de un motel que se había pasado años no solo espiando a sus clientes sino elaborando minuciosos informes de las prácticas sexuales que tenían lugar en las habitaciones-, sin sentir una mezcla de lástima, sonrojo y asombro. Cuando el New Yorker publicó el reportaje en abril de 2016, trasladándolo a la portada de la revista, recuerdo que me pareció una historia fascinante, epíteto que utiliza con bastante frecuencia un destacado miembro de la industria editorial en el documental y que, debido a la connotación ambigua que sugiere su significado, nos puede conducir a escenarios muy disímiles. ("Fascinante" fue la llegada del hombre a la luna y el desembarco en Normandía, como también lo fue la vida de Joseph Conrad, el ascenso de Donald Trump al poder y el festival de cine porno de Las Vegas).

En el reportaje, además de la absorbente voz del narrador, hallábamos algunos extractos de los "diarios" de Foos, los cuales ocupaban, a mi juicio, demasiado espacio en el texto, pues las discutibles cualidades literarias del voyeur y sus pretensiones pseudocientíficas (creía estar descubriendo algo) no justificaban tanto párrafo a modo académico interrumpiendo el ritmo del relato. Lo que resultaba cautivador era cómo el reportero transformaba al lector, valiéndose de una prosa limpia y precisa, en un cómplice, haciendo que la lectura, en sí misma, pareciera un ejercicio casi obsceno. Este sujeto "sumamente atractivo" observaba por un agujero las intimidades de los otros (incluso vio un asesinato), pero nosotros también estábamos muy interesados en observarlo a él. El propio reportero, en una escena típica de la escuela periodística con la que orgullosamente se identifica, confesaba haber acompañado al voyeur en sus sesiones, a fin de comprobar qué sentía su "objeto de estudio" cuando éste invadía la privacidad ajena. "A pesar de que una voz en mi cabeza me decía que apartara la mirada, seguí observando, inclinando mi cabeza más hacia abajo para ver más de cerca". Todos, al parecer, salíamos ganando. Gay Talese volvía a instruirnos, como hizo en La mujer de tu prójimo, sobre fantasías sexuales y deseos ocultos, Gerald Foos adquiría la notoriedad que sin duda anhelaba y The Voyeur's Motel se convertiría inevitablemente en el "libro del año".

Pero un periodista del Washington Post descubrió que el testimonio de Gerald Foos contenía algunas inexactitudes (compró el motel en 1969, no en 1966) y omisiones significativas (lo vendió en 1980), lo cual ponía en duda el valor de esta presumible obra maestra de la "no ficción" (¿cuántos errores más podrían hallarse a lo largo de las páginas?) y, como consecuencia, también erosionaba la reputación del autor. Abrumado por el escándalo y consciente del daño que podría causar semejante embrollo en su carrera, Talese renegó de su última obra, asegurando que ni siquiera la iba a promocionar. Luego se arrepintió y, retractándose de una manera insólita, dijo que aquella reacción había sido producto de un enojo momentáneo. El libro merecía ser defendido; los errores específicos, que se corregirían es posteriores ediciones, no alteraban el resultado final. Como ya conocíamos los hechos, el documental, a primera vista, lo único que hace es representar visualmente el origen de la controversia. Los implicados en ella, sin embargo, no solo manifiestan sus opiniones en retrospectiva; el espectador, sabiendo cómo termina el episodio, tiene la oportunidad de contemplar al periodista y a su (única) fuente hablando de la investigación mientras ésta se llevaba a cabo, antes y después de que fuera publicada, así como las conversaciones que mantuvieron durante el proceso.

Esto nos permite ser testigos de una incómoda degradación progresiva. A la creciente lista de mirones se incorporan los camarógrafos, quienes presencian la evolución de los personajes a medida que avanzan los acontecimientos, y por último los suscriptores omnívoros de Netflix. La diferencia, en este caso, es que tanto Talese como Foos saben que están siendo observados. Talese subraya lo "americano" que es el voyeur y hasta lo llama "poeta" ante los ojos impertérritos de su mujer Anita; Foos, que se puso en contacto con Talese porque conocía su fama y su prestigio, se queja de que el periodista haya acaparado todo el protagonismo cuando sin él no habría historia, ni reportaje, ni libro. Foos y Talese viven en mundos "muy distintos", como nos recuerda el primero -con visible resentimiento- al comentar el estilo de vida del segundo. Aquí también hay dos "Américas" observándose, admirándose y detestándose. La confianza se fractura. El periodista depende de la fuente como la fuente depende del periodista. Y la credibilidad de ambos comienza a ser cuestionada. Los dos, finalmente, acaban perdiendo. Pero hay algo que no desaparece nunca: la fascinación.