Uno no muestra inconveniente en confesarles que es muy sensible al frío. Lo es ahora en la ancianidad y lo ha sido desde su más tierna infancia. Tal confesión es fácil de comprender en la senectud, dada la lógica decrepitud orgánica; no obstante, puede ser de difícil entendimiento en el apogeo de la infancia y de la juventud. Mas es así. Uno ha pasado mucho, mucho, pero que mucho frío en la lozanía de la niñez, de la adolescencia y de la mocedad. La confidencia puede causarles extrañeza a los jóvenes de hoy, pero la aceptarán con naturalidad los que eran niños y mozos en los años 40-50 del pasado siglo, como es el caso de su escribidor. Integrábamos la generación de "los niños de la postguerra" -la española de 1936-39-, época de muchas escaseces y falsas apariencias. Una de esas carencias era la ausencia de calor; así que no nos vengan con la monserga de que el frío es psicológico o que "la sensación de frío se crea en el cerebro". Les aseguro que el frío se enchufaba a partir de otoño en nuestro cuerpo como un fluido más y acentuaba nuestra sensación de indefensión y soledad.

Sé bien que unos estamos enamorados de la primavera porque la vemos viva, verdosa, renaciente y, sobre todo, esperanzada; mientras otros prefieren el otoño con sus diferentes tonalidades y su luz de brillo especial. Una balanza equilibrada de gustos que respetamos, aunque nos cueste. Lo innegable es que, superado el San Martín y su veranillo, con el calor de las hogueras de los magostos, el frío se iniciaba y lo hacía de una forma insidiosa y artera. El frío se metía dentro de las casas, era como si tomase posesión de las paredes y de los suelos y se solidificase. Una vez asentado, exclamaba: ¡El espacio es mío hasta la primavera próxima! Lo hacía de forma especial debajo de las baldosas de los baños, lo que convertía el reconfortante aseo en un acto casi insufrible.

Sí, sí, pasé mucho, mucho, pero que mucho frío durante mi niñez en Ourense y en mi juventud en Santiago. Se lo explicaré con toda sinceridad. La calefacción era más bien escasa, incluso en las viviendas de los más ricos. Es más, el frío quizá fuera menor en los pisos de las familias de clase media en los que no faltaba el brasero de carbonilla en la mesa camilla y el hogar de la cocina económica de leña. En la camilla, los niños de entonces nos encargábamos de dar "la firma" al brasero, para avivar la combustión y evitar se agachasen nuestros mayores. En contraste, también recuerdo cómo, cuando al "ir de visita" a alguna de aquellas casas de "familias bien" de entonces, descubría muchas miserias no confesadas. Algunas contaban con grandes radiadores de hierro que estaban gélidos a pesar de asegurarnos que habían estado encendidos gran parte del día. La cruda verdad era que, una buena parte de aquellas casas, aquel invierno, el suministro de carbón no había entrado. Una evidente prueba de las bajas temperaturas que sufrían los falsos pudientes era que, con bastante frecuencia, nos recibían con el abrigo y la ropa de calle, bajo la disculpa de que en ese momento se disponían a salir. Lo que sí había transcendido, al oír nuestra llamada, eran los ruidos y trajines del apresurado traslado desde la cálida mesa camilla al encopetado y álgido salón, reservado para las ocasiones. El frío se reflejaba en el color amoratado de los lóbulos de las orejas y nariz de los anfitriones. Para complementar la cura de frío, los niños de entonces penábamos el lamentable estado de nuestros colegios. Lo describí en estas páginas ( Faro de Vigo, 02.09.2012). "Invierno de 1950. La mañana está fría como un carámbano de hielo. Cerca de cincuenta niños se agrupan en una deslucida aula de un viejo y deteriorado caserón, antaño hogar de hidalgos, y ahora convertido en colegio. Es la clase de lengua española en el primer curso de bachillerato. La mayoría de los chiquillos proceden del medio rural y tienen muchas dificultades con la expresión en castellano; otros, en menor número, son de extracción urbana. Algunos están en régimen de internado en el propio colegio; de estos, bastantes son hijos de emigrantes. Su edad oscila entre nueve y once años. El vestido de la mayoría es más bien pobre e inadecuado para la estación del año. El aire gélido circula libremente por las puertas y ventanas mal ajustadas, así como por las grietas del suelo de madera. No hay ningún sistema de calefacción, salvo el que producen los propios cuerpos de los niños, apretujados en desvencijados pupitres de madera. A través de una ventana contemplan de soslayo cómo en una amplia galería del edificio contiguo, en la que brilla el fuego de una estufa, juegan alegres los niños de un asilo, bajo el cuidado de una monja. Muchos de los alumnos lucen sabañones en sus manos y orejas. Todos están entumecidos y encogidos por el frío y el miedo. Cinco están aturdidos, doloridos y con las mejillas enrojecidas, por las calculadas, sonoras y vehementes bofetadas que, en la clase anterior de matemáticas, les atizó un miope profesor, al no acertar a contestar sus preguntas, después de unas explicaciones posiblemente insuficientes y poco atinadas?". Habiendo vivido aquello, me parece una quimera la nueva moda de querer recuperar la antigua e inconsistente técnica Tummo de los monjes tibetanos. Se trata de un tipo de yoga tántrico, que sostienen que, además de aportar innumerables beneficios para la salud, ayuda a desafiar el frío. El pavor y otros factores incrementarían la sangre que va al corazón y, como consecuencia, se elevarían el metabolismo basal y determinadas hormonas, que a su vez exigirían al cerebro que reaccionase para adaptarse a la situación. Uno cree que a aquellos pobres niños lo único que nos incrementaba el miedo era la inmovilidad y el frío. Y, por supuesto, nuestro colegio no era la excepción. Los que quedamos de esa edad podemos atestiguar que la mayoría de los centros escolares existentes en Ourense estaban en parecidas condiciones. Y, por si fuese poco, las escasas e irregulares actividades físicas que realizábamos eran a la intemperie pues no existía ningún pabellón cerrado con tal finalidad.

Alcanzada la adolescencia y la juventud unos cuantos, muy afortunados, nos marchábamos para seguir una carrera universitaria, que la mayoría estudiábamos en la Universidad de Santiago. Otros se quedaban y cursaban Magisterio en la Escuela Normal Provincial, que no era el peor edificio en cuanto a frío se refiere. Los más se empleaban en los pocos oficios y dedicaciones que había en nuestra capital. Y muchos regresaban de nuevo al campo. De estos, algunos, los menos, acaso pasasen menos frío al estar al amparo de las "lareiras"; pero sus trabajos en el medio rural se desarrollaban, con frecuencia, en condiciones penosas. Los que nos trasladábamos a Santiago cambiábamos el frío y la niebla de Ourense por el frío, la lluvia y la humedad de Santiago. Las pensiones compostelanas eran verdaderas neveras. Las sabanas de las camas, más que húmedas, estaban mojadas. Aquellas habitaciones siempre me recordaron el dormitorio en Arlés de Van Gogh. En ellas empollábamos las lecciones para después recitarlas. Y lo de empollar lo digo en sentido estricto, sí, como las gallinas cluecas. Permanecíamos encogidos, con los codos apoyados en la mesa, y todo el atuendo de abrigo de que disponíamos encima, al que a veces sumábamos la manta sobre los hombros. Mientras, si no contábamos con brasero, el frío subía por las piernas y nos agarrotaba. Las destartaladas y obsoletas aulas de las facultades, muy grandes, de techos elevados y sin calefacción completaban la terapéutica a frigore.

En un frustrado intento de escapar del crudo frío de las casas, las pensiones y las aulas, huíamos a la calle. Teníamos, y creo que aún tengo, la ilusión de que en las calles el frío era menor. Ya no digamos si salía el sol, se imponía el tomarlo, en toda la extensión de la palabra. Pero claro, solo podían disfrutar de su benéfica acción los estudiantes, los jubilados, los mutilados de guerra y alguna chica de servicio, que acompañaba a los más pequeños -algunas veces por indicación de sus médicos-. Los demás currantes limitaban su exposición al sol a los domingos y "fiestas de guardar", dado que los sábados también eran laborables. Durante la tarde se estudiaba algo, diría que más bien poco. Y a las tardes-noches tocaba pasear. Los paseos eran interminables, de ida y vuelta, siempre por el mismo trayecto. En Ourense lo hacíamos en la calle del Paseo -desde el Padre Feijóo hasta el Parque-, en Santiago en el cantón do Toural y rúa dos Bautizados, ampliable al primer tramo del paseo de la Alameda de la Herradura-. Hablábamos poco y mirábamos mucho, atraídos por quien pretendíamos y esperanzados de que nos devolviese la mirada. En cada cruce el adiós, adiós, a la vez expresivo y lánguido, con el descorazonamiento del que espera algo y no llega. Si la ventura nos acompañaba, cambio de dirección, resituación a la vera de nuestra pretendida e incluso, si nos lo permitían, acompañamiento hasta el portal de su casa, a la hora que sus padres imponían la recogida, nunca después de las diez de la noche. Era una sociedad reiterativa y automatizada, posiblemente aburrida, que no daba mucho más; la contienda incivil aún estaba presente. En general, era esperanzada para los más jóvenes y variopinta para los mayores: en unas circunstancias feliz, en otras resignada y para algunos, demasiados, llena de resentimiento y envidia.

El frío comenzaba en octubre, es decir con el curso escolar, después del inicio del otoño. Todos, hubiésemos tenido o no veraneo, compartíamos una sensación contradictoria de relajo y de actividad. Era el momento en que se imponía cambio de ropa. Teníamos la falsa ilusión de que la gente estaba más lucida y esplendorosa, aunque para la mayoría fuese el mismo atuendo del año anterior, previo paso por la tintorería o simplemente lavado y planchado. Para otros se trataba de un fingido recambio del ajuar. No era más que los trajes aprovechados de los mayores, a los que la costurera habitual les había dado la vuelta. Con la ropa más abrigosa nos sentíamos más confortables, pero pronto, con los rigores del invierno, se quedaba insuficiente. Buscando una compensación, se nos imponía el resguardo invariable de la camiseta de felpa de manga larga y los jerséis de lana que uno de nuestros familiares había calcetado con todo primor. Aceptábamos tales usos sin queja, condicionados por las bajas temperaturas. No obstante, tengo muy presentes los picores de las prendas de lana, como los "jerséis de ochos", que a su estreno eran insufribles y, en ocasiones, indiferenciables de las picaduras de pulgas, compañeras habituales de aquellos tiempos de penuria.

Hoy, probablemente a una mayoría que disfruta de buenas condiciones de abrigo, vivienda y calefacción, todo esto les parecerá una exageración. Pero fue así. A los que pasamos frío de verdad, sí nos suenan a jácara las "nuevas" técnicas para combatir el frío a base de relajación, concentración, visualización, etc. ¡Que nos den buenos calefactores, buenas mantas y ropas de abrigo! Lo lamentable es que aún en la actualidad todavía bastantes personas del mundo desarrollado e innumerables del tercer mundo, sin los recursos adecuados, siguen sufriendo el frío. Son miembros de nuestra sociedad a los que, con una frecuencia inusitada e inadmisible, el frío les causa múltiples dolencias e incluso la muerte. Mientras, la triste realidad es que la sociedad, todos y cada uno, hacemos poco o nada por remediarlo. ¡No hay derecho!