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Este mundo resulta cada vez más difícil de entender. Ya la habíamos liado bastante con la postmodernidad y nos llega ahora la postverdad (el corrector ortográfico insiste en que le quite la t final a post pero yo me niego), aunque en este caso se trate solo de cambiarle el nombre a lo que antes se conocía sin más como mentira. La confusión avanza y la duda está ahora en saber cuál será el post siguiente. Yo apuesto por la postpolítica, figura que debería aplicarse al disparate de darle la vuelta a las formas tradicionales de manejar la gestión pública. Hay quien llama populista a esa estrategia pero ahí no es necesario utilizar ningún neologismo. Estamos hablando de gilipollez.

El postpolítico más notorio con el que contamos es, cómo no, el presidente Trump. No hay día en que no la líe con sus tuits compulsivos, ya sea para amenazar a Corea del Norte o, poniendo el punto de mira más cerca, a los miembros de su gabinete. El espectáculo ha llegado a ser barriobajero gracias a la incorporación de un deslenguado, Anthony Scaramucci, como nuevo director de comunicación. En cuestión de horas Scaramucci ha logrado enfangar el lenguaje oficial hasta extremos soberbios y gracias a él la comunicación de la Casa Blanca logra parecerse, en pobre, a las novelas de Bukowski. No hay que olvidar que el gran provocador de la literatura tituló uno de sus libros Notas de un anciano sucio. Scaramucci no es muy viejo aún pero ya le llegará el turno. De momento, se entrena insultando a cualquiera que se le pone delante, como Reince Priebus, jefe de gabinete del presidente hasta hace un suspiro. Lo que le dijo al anunciar su caída convierte en lenguaje franciscano las letras de los Rolling Stones.

Lo mejor que tiene la postpolítica es el haber logrado nada menos el que un presidente de los Estados Unidos se declare amigo y aliado de los rusos. Desde Truman a Kennedy, los cadáveres de los ocupantes de la Casa Blanca que precedieron a Trump deben estar revolviéndose en sus tumbas. Pero como en los Estados Unidos la separación de poderes se toma en serio, el Congreso ha emprendido la tarea de poner al presidente no ya en el lugar que le corresponde, que eso, de momento, no se puede hacer, sino al menos en la vía muerta por lo que hace al amor salvaje con Putin. Washington impone sanciones y Moscú echa, gracias al juego del tira y afloja, a los diplomáticos estadounidenses: hasta 750 de ellos tendrán que abandonar el territorio ruso. Con lo que descubrimos otra de las virtudes de la postpolítica; pone de manifiesto la cantidad ingente de funcionarios que pululan en las embajadas. Qué podría hacer tanto embajador, consejero, agregado, canciller y encargado de negocios en Moscú no queda claro. Supongo que algunos de ellos tiraban de la postverdad y eran espías en estado de relativo disimulo. Espero con anhelo lo que nos querrá decir Scaramucci de los 750 repatriados.

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