Pedro Solveira, melena al viento, y cien arrobas de capacidad de trabajo y originalidad artística expandidas por todos los poros del cuerpo, acaba de dejarnos.

Era vigués, profundamente vigués -nacido en Teis en 1932-, y amaba tanto a su ciudad que era capaz de supeditar a una charla sobre cualquier suceso local el más sugestivo análisis sobre arte, al que ha dedicado toda su vida.

Era tan buen conversador que, desde hacía muchos años, había organizado una tertulia plural, con amigos amantes del buen gusto y de los tiempos pausados, que era una parte importante de su vida. La antítesis de las nuevas modas.

Se encontraban en su piso de la calle de Urzaiz, una de cuyas salas servía de exposición de sus obras. Los habituales eran el jesuita Eugenio Ogando, el empresario Domingo Villar, fundador de la bodega del Pazo San Mauro, el secretario de la Cámara Antonio Landesa Miramontes, el constructor Pepe Conde, el médico Quico Mera y el directivo del Corte Inglés, Antonio Lijó. Se reunían martes y jueves, sin mujeres.

La capacidad para cabrearse con la realidad, pero matizada con un gran sentido del humor, era una de las características del cónclave, cuyos ágapes eran a escote

Hasta que vendió el pazo de Nigrán, donde tuvo su estudio, durante el verano la tertulia se reunía allí. También lo utilizaba como lugar de exposiciones -Alex Vázquez, uno de sus amigos pintores expuso allí- o escenario de la boda de su hija Lola.

Como vigués hasta los tuétanos, sentía interés por todo lo que acontecía en la ciudad. Y a la ciudad le interesaba cuanto emprendía Pedro Solveira, con su capacidad para investigar nuevas formas y transformarlas en piezas de museo. Era un creador diferente. Tanto que en una Bienal de Pontevedra rechazaron su obra porque no encajaba con los cánones.

Su imagen de artista comenzó a hacerse familiar, y deseada por los organizadores de actos, a los que correspondía, dado su carácter afable y bonhomía. Con el tiempo, se había hecho un personaje imprescindible en todo evento cultural que tuviera por escenario su ciudad. Era consciente de que su presencia le proporcionaba tono e importancia.

Solía acudir a las inauguración de las exposiciones de otros colegas, y después los acompañaba a festejarlo. No hacía falta ningún dispendio. Bastaba con tomar una caña y una tortilla en el "Carballo", y echar una parrafada sobre la exposición, pero también sobre lo divino y lo humano. Su convivencia siempre era cálida. Podría calificarse como el postrer representante de una generación de artistas plásticos que dio lustre a Vigo, como ciudad cultural, en la segunda mitad del pasado siglo, de la que formaban Laxeiro, Lodeiro, Abreu y Antonio Quesada.

Como vigués de la "beiramar", Pedro Solveira había nacido entre metalúrgicos, y tuvo la genialidad de convertirse en artista, amalgamando el acero y la creatividad, en una simbiosis con los orígenes. Y es que Solveira es el artista que nació entre hierros, como lo definió Ramón Faraldo.

Contribuyó su formación científico-artística. De la mano del arquitecto Rafael de la Hoz, que fue presidente del Consejo Mundial de Arquitectos, conoció en París a Le Corbusier, que le influyó. Más tarde colaboraría con otro notable arquitecto, César Manrique.

De la estancia parisina trajo a Galicia la técnica denominada "Pinturas al esmalte sobre hierro cincelado", con la que realiza en la década de los cincuenta su obra figurativa.

Más tarde deriva en su evolución hacia la "oxidación sobre hierro cincelado".

Reconocido en todo el mundo, sentía una especial atracción por Nueva York, ciudad en la que está muy presente su obra, y donde expuso varias veces, la última en 2001. Allí lucen piezas suyas, igual que en otras urbes norteamericanas, como San Diego, Los Ángeles y San Francisco.

Siendo un gran innovador, como demuestra la originalidad de sus trabajos, por los materiales, el diseño y la creatividad, era sin embargo crítico con determinadas manifestaciones de arte contemporáneas. Y no tuvo miedo a ser tachado de antiguo, por mostrarse poco receptivo con estas formas de expresividad artística.

Para él, el arte no era sólo intencionalidad, sino plasticidad, tenía que expresarse y emitir mensajes de autenticidad y belleza.

En Galicia, su última gran antológica fue en el Museo Provincial de Pontevedra, en 2015. Era el remate de un quinquenio muy activo. Con anterioridad había sido presentado en Vigo el libro "Pedro Solveira", un repaso a su personalidad y un reflejo de su obra, y en 2010, en el año del bicentenario de la ciudad de Vigo, una retrospectiva: "Lo que pasó y lo que está por venir".

Aunque no era la obra que más le entusiasmaba, a Pedro Solveira sin duda le habrá gustado saber antes de su muerte que este verano fue excepcional por el número de turistas que visitaron Vigo, y un éxito hotelero, por lo que el "Bahía" tuvo llenazo.

Y que cuantos forasteros llegaban al "hall" -miles de personas-, habrán contemplado el mural sobre cuatro planchas que luce en el friso de la recepción. Ese "Solveira" habrá sido este año y, por mucho tiempo, la obra más conocida del artista vigués. Pese a que no pudo realizarla como él quería, como explicaba a cuantos le preguntaban.

Desde hacía varios años residía en A Guarda, junto con su compañera Carmen Filgueira, donde trabajaba -lo hizo hasta que tuvo fuerzas, porque era un obrero del arte-, en una nueva evolución artística y con un material novedoso, la madera, con la que ensayaba formas arquitectónicas. Hasta allí le persiguió la muerte.

Con él se va un gran vigués, cuyo apellido continúan y cultivan sus hijos, Pedro, María Dolores, Ricardo y Carlos, que tuvo con su mujer, Consuelo Díaz Montenegro. Pero nos deja una obra original, reconocida internacionalmente, en especial, la del artista del hierro.