El primer jefe de Gabinete de la Casa Blanca, tal y como entendemos hoy este cargo, fue Sherman Adams, quien, tras servir como Gobernador de New Hampshire, se puso al servicio de la Administración Eisenhower para convertirse en la "voz" del presidente. De acuerdo con Chris Whipple, autor de The Gatekeepers. How the White House Chiefs of Staff Define Every Presidency, Adams era "leal y desinteresado". Eisenhower exigió a sus asesores que nadie le entregara jamás un "sobre cerrado". Antes de entrar en el Despacho Oval, todo tenía que ser cuidadosamente supervisado por una persona de máxima confianza. Adams era "su hombre" y poseía "casi tanto poder como su jefe", sin haber recibido (hallamos ahora la controvertible legitimidad del cargo) ni un solo voto de los ciudadanos. Desde entonces ha habido unos cuantos: Donald Rumsfeld (Gerald Ford), Dick Cheney (Gerald Ford), James Baker III (George H. W. Bush y Ronald Reagan), Leon Panetta (Bill Clinton) y Rahm Emanuel (Barack Obama). Por citar solo a unos pocos. No todos ejercieron la misma influencia en los gobernantes ni llevaron a cabo su misión con el mismo éxito.

Algunos presidentes, como Kennedy y Lyndon Johnson, pretendieron prescindir de ese puesto en sus administraciones (JFK tenía media docena de asesores que podían comunicarse directamente con el Despacho Oval), lo cual hizo que surgieran varios desastres evitables. Whipple va incluso más lejos. El periodista argumenta que la ausencia de un inequívoco jefe de Gabinete provocó la crisis de la malograda invasión de Bahía de Cochinos. "Engañado por sus generales, Kennedy dedujo que necesitaba a alguien en quien podía confiar para ayudarle con las grandes decisiones". (Su hermano Bobby acabaría ejerciendo esa labor de facto). Aunque un exceso de lealtad puede causar también otros problemas.

Como demuestra el capítulo más interesante de The Gatekeepers, "Bob" Haldeman, a quien sus predecesores califican como el gran "modelo" para esta obscura tarea gubernamental, fue incapaz de decirle a Nixon aquello que Nixon no quería escuchar. Ejecutó las órdenes del presidente con obediencia y eficacia, revisando él mismo todos los detalles, desde la cobertura de los medios de comunicación hasta la cantidad de papel higiénico que se requería en los baños de Camp David, pero no supo lidiar con el caso Watergate; no pudo proteger al presidente del escándalo porque nunca puso a Nixon frente al espejo. (Haldeman acabaría reconociendo su error). Este sigue siendo uno de los grandes misterios de Washington. La función esencial de un jefe de Gabinete es, básicamente, evitar que la presidencia se destruya a sí misma. El drama nixoniano, que se podría resumir perfectamente con la frase anterior, demuestra lo importante que resulta tener a alguien que, además de ser fiable, diga la verdad de vez en cuando. Speak Truth to Power.

H.R. Haldeman presentó su dimisión y defendió incondicionalmente a su líder hasta, en cierto modo, dar la vida por él, por alguien que, como recuerda uno de los biógrafos del presidente, lo había abandonado y humillado ante la opinión pública. Finalmente fue acusado de perjurio (mintió al decir que Nixon no participó en el encubrimiento), conspiración y obstrucción a la justicia y cumplió una sentencia de dieciocho meses en una prisión federal de mínima seguridad situada en Lompoc, California. Sus Diarios son un documento histórico muy valioso. (Ocupan un lugar privilegiado en mi ambulante biblioteca y suelo recurrir a ellos cuando necesito saber cómo se expresa alguien que está dispuesto a sacrificarlo todo por un líder). Whipple reproduce en su libro varias conversaciones sustanciales. En una Haldeman reconoce que se siente dolido cuando, tras tener una emotiva conversación con Nixon en una terraza, descubre que el presidente había utilizado exactamente las mismas palabras con Ehrlichman, otros de los asesores que se vio forzado a dimitir. Era la primera vez, según Whipple, que Nixon, después de haber trabajado veinte años con Haldeman, le daba la mano a su colaborador más cercano. Esa misma noche, después de anunciar las dimisiones por televisión ("dos de los mejores servidores públicos que he tenido el privilegio de conocer"), el presidente, algo ebrio, llamó por teléfono a Haldeman y le dijo: "Te quiero, ya lo sabes. Como a un hermano".