Se podría discutir la existencia del mal absoluto. En realidad podríamos discutirlo todo. Pero si hay algo que se acerca a la maldad total es este terrorismo de bajo coste que viene cobrando víctimas en diferentes capitales europeas. Cuatro atentados por atropello en los últimos diez meses dan idea de la magnitud asesina de la novedosa modalidad de terror que nos sacude.

El último, supuestamente, de ellos, el viernes en Estocolmo, causó cuatro muertos y ocho heridos en una zona céntrica cuando un camión arrolló a una multitud. Ataques similares se produjeron en Niza, Berlín y Londres, y queda todavía por aclarar si las intenciones del sujeto que lanzó su vehículo a toda velocidad, el pasado marzo en Amberes, era asesinar a los que en ese momento transitaban por las calles.

Vivimos más expuestos todavía que antes porque la capacidad para combatir este tipo de ataques es menor. El terrorismo de bajo coste para el terrorista, como su nombre indica, resulta casi imposible de cobrar. No responde al azar o a la improvisación, pero tampoco depende de los campos de adiestramiento, de los fusiles, de las bombas, ni de la penetración de un comando o una célula en las sociedades que van a ser golpeadas. Los terroristas están justo allí, son seres supuestamente integrados en ella que por uno u otro motivo, el yihadismo o la demencia, sienten un rechazo fanático y asesino y se revuelven causando daño y dolor indiscriminados. El miedo y la imprevisibilidad son sus bazas, robar una furgoneta o un camión tampoco resulta especialmente complicado. Arrollar a unos ciudadanos desprevenidos mientras hacen sus compras o viven sus vidas, todavía menos.

Lo que sigue es restringir la libertad de circulación. Molestar, igual que matar, también forma parte de la estrategia terrorista.