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De vuelta y media

El Castaño Empezó como merendero con concursos de llave y brisca, pero se convirtió en un templo gastronómico para varias generaciones

"Tú no eres de Pontevedra si no chateaste, comiste, merendaste o cenaste en El Castaño".

Esta máxima podría entrar por derecho propio en el grueso catálogo de méritos y exigencias para cualquier aspirante a obtener el doctorado en pontevedresismo, o sea el título universitario de "Pontevedra cum laude"

El Castaño fue sinónimo de buen comer en esta ciudad durante setenta años. Lo suyo era la cocina casera; es decir, la antítesis de la nueva cocina.

Micaela García Palmás y Manuel Franco Trelles se conocieron en el mítico Café Moderno, donde ella trabajaba como cocinera y él como camarero. Juntos decidieron probar fortuna por su cuenta y riesgo. El Castaño nació tras su unión matrimonial a mediados de los años veinte.

El peculiar local de bajo y planta pertenecía a los hermanos Daría y Sebastián González, de gratísimo recuerdo, y se encontraba detrás de la Casa de los Fonseca (hoy Archivo Histórico), en el número 8 de la calle de la Paja, que enlazaba con la calle de los Sapos hacía el terraplén de la vía férrea. En realidad fueron dos callejones que todavía se conservan y que engendraron a su alrededor una auténtica aberración urbanística. Una vez arrendada la casita, los inquilinos vivían arriba y abajo trabajaban.

El Castaño no empezó como casa de comidas, ni como bar, ni tampoco como café, sino como un "gran merendero". Pero fue desde el principio un merendero muy peculiar por dos motivos: porque ofrecía "vinos y comidas a todas horas" y porque organizaba concurso tras concurso de juegos populares, desde la llave, que era la estrella, a la petanca, pasando por los bolos y las cartas, principalmente la brisca.

Aquellos campeonatos que "Listico" se sacó de la manga, pronto adquirieron un considerable predicamento y atrajeron una parroquia variopinta. Poco a poco los jugadores derivaron en clientes. "Listico" era el sobrenombre que Manuel Franco se había ganado a pulso como hombre despierto. El Castaño pasó a ser conocido popularmente por ese motivo como "la Casa del Listico".

El Castaño gozaba de varios ambientes para invierno y verano, a cada cual más singular. Su entrada era como una taberna al uso, con un mostrador y dos mesas para chiquiteo. Luego tenía un pequeño reservado y el comedor interior. A continuación estaba la huerta con parra y el árbol de referencia que hizo legendario al local, y que creció a su lado. En verano resultaba una delicia comer bajo su espesa sombra.

El merendero no contaba con frigorífico; toda la comida se caracterizaba por su frescura. Y tardó mucho tiempo en instalar una cafetera y servir café de sobremesa.

Tanto en tiempo del efervescente republicanismo, como durante el franquismo más duro, El Castaño no dejó de trabajar un solo día. Durante la Guerra Civil atemperó como pudo a la situación y llegó a servir comidas a presos retenidos en el edificio de Artes y Oficios, al otro lado de la Alameda.

A la muerte de Manuel Franco, su hijo Manolo tomó el relevo y pasó a encargarse de la compra y dirigir el negocio tras el mostrador, en tanto que Pancho se bastaba y se sobraba para servir todas las mesas. Por su parte, Teresa y Peregrina atendían la cocina, aunque prevalecía la buena mano de su madre. Doña Micaela murió con 90 años y mientras pudo siguió al frente de los fogones.

Los otros dos hijos, Aquilino y Luisa, se hicieron funcionarios y tuvieron otras vidas, pero nunca renegaron de sus orígenes familiares. Todo un inspector de Hacienda como era Aquilino, no tenía ningún miramiento en ponerse el delantal y ayudar a servir las mesas durante sus vacaciones con enorme gusto.

El Castaño se convirtió en un clásico que mantuvo durante mucho tiempo una clientela variopinta. Su nominación resultaría imposible porque no cabrían en esta página. Los nietos Mª Teresa y su hermano Nacho Maquieira aportan un nombre tras otro sin parar y eso que, lógicamente, no recuerdan la clientela más antigua.

Don Vicente Riestra prefería el vino con la nécora al mediodía. Enrique Marescot o Raymundo Vázquez eran mucho de almuerzo familiar. Miguel Domínguez, su mujer y su hija Sabela acudían con frecuencia a merendar por la tarde en verano. Manuel Casqueiro también era un cliente vespertino. Y sobre los comensales nocturnos, mejor correr un tupido velo. Sí aquel reservado hablara?.También las empresas más importantes, desde Ence hasta Elnosa, pasando por Tafisa o Construcciones Malvar, dejaron allí sus buenos dineros en comidas de negocios.

Manuel Portela Leirós, ingeniero director de la Junta de Obras del Puerto, encarnó la figura del cliente más fiel. Allí comió todos los días durante veinticinco años en la mesa familiar como un miembro más.

A mediados de los años sesenta, una noche cualquiera El Castaño cerró pronto. Cuando todos se encontraban arriba, de repente oyeron voces que salían del callejón. Cuando Manolo se asomó a la ventana reconoció la figura de Antonio Puig Gaite, acompañado por Manuel Fraga y Pio Cabanillas, ministro y subsecretario de Información y Turismo. Allí querían cenar de incógnito.

"¡Pero don Antonio!, ¿cómo vamos a darle de cenar a estas horas? Usted debía llevar a un sitio más elegante a esos señores tan importantes".

No hace falta añadir que las excusas de Manolo no sirvieron de nada y que tan ilustres personajes cenaron allí estupendamente aquella noche. ¿Quién podría llevarle la contraria a Puig ante tales invitados?

Tal cosa solo sería capaz de hacerla Pancho, apodado "el bicicletas" por la rapidez que imprimía en su atención a la clientela. De hecho, espantaba a los comensales tardones con bastante frecuencia, cada vez que estaban ya comprometidas las treinta y cinco o cuarenta comidas que preparaban habitualmente. Que se lo pregunten al arquitecto Enrique Barreiro, que un buen día llegó tarde y fue despedido con cajas destempladas.

"Don Enrique, venga mañana, que hoy se acabó la comida". "Pero es que yo quiero comer hoy?." "¡Mañana, venga mañana!"

Solo el anecdotario de Pancho daría para otra historia de El Castaño. Porque allí se comía lo que él decía o recomendaba, faltaría más. Y hasta los niños más folloneros devoraban sin levantarse de la mesa la milanesa que les traía en un plis-plas.

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