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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Retrato de dos alcaldes

En la mayoría de las ciudades de este país (sobre todo de alguna importancia) es costumbre que los retratos al óleo de quienes fueron alcaldes acaben colgando de las paredes de la sede municipal. Al no haber en nómina un pintor oficial del Ayuntamiento como antes existía un pintor de la Corte para retratar a los Reyes y a su familia, es el alcalde saliente quien elige al artista que lo ha de inmortalizar para la posteridad. Y además de eso se da libertad a ambos los dos, retratista y retratado, para que escojan el traje, la postura y hasta el fondo del cuadro que mejor refleje la personalidad del político de turno.

Cualquiera que haya visitado la sede de un Ayuntamiento habrá podido ver en las paredes cercanas al salón de plenos los cuadros de quienes han llevado el bastón de mando desde que se organizaron, de una forma civilizada esa clase de corporaciones. Por regla general son pinturas discretas, de colores nada estrepitosos, y el gesto de los allí pintados denota casi siempre una seriedad protocolaria.

Y lo mismo ocurre con la vestimenta y los tocados, que son un reflejo de la época en que les tocó la responsabilidad de mandar. Por supuesto, los varones son (de momento) mayoría abrumadora respecto de las mujeres y las barbas y los bigotes son más abundantes en el siglo XIX que en el XX.

Digo todo esto, porque en la ciudad donde resido se ha organizado una regocijada polémica a propósito de la colocación de los retratos de los dos últimos alcaldes socialistas.

El del señor Losada, que gobernó cinco años, es un cuadro de estilo hiperrealista resuelto en tonos apagados sobre un fondo que recoge un articulado de la Constitución alusivo a los ideales de libertad e igualdad que se le suponen al socialismo democrático. Y resulta evidente que este alcalde ha escogido entrar en la historia de la pintura con un traje de chaqueta elegantemente discreto, una corbata verde y un esbozo de sonrisa que da cercanía y familiaridad al personaje.

En cambio, el del señor Vázquez, que gobernó 23 años, nos recuerda a la imagen pomposa del sátrapa bananero que cree que un traje de ceremonia, un sombrero, una colección de medallas, unas plumas, unos guantes y unos bordados en oro son capaces de revestir de majestad a cualquiera que se los ponga encima. Porque este segundo alcalde en su cita con la posteridad ha preferido que lo pintaran en Roma con uniforme de embajador (no siendo diplomático de carrera) en vez de con un traje de calle en la ciudad donde nació, vivió y gobernó tantos años con el favor popular. Una opción que lo retrata definitivamente.

Todo el mundo sabe que el señor Vázquez no fue enviado a Italia por el gobierno de Zapatero para limar asperezas en la relación con la Santa Sede, sino como la mejor forma de alejarlo de la gobernación de la ciudad tras algún escándalo inmobiliario sonado. La afición a los uniformes y a los disfraces denota un gusto estético cuestionable y un perfil psicológico peculiar. Recientemente, otro político gallego, el ferrolano Arsenio Fernández de Mesa, que fue director general de la Guardia Civil, fue noticia por haberse retratado, siendo un civil, con un traje que aparentaba una alta dignidad militar.

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