Las últimas elecciones han sido calificadas como "históricas" e "impactantes", "sin precedentes" en la democracia estadounidense. Y en cierto modo lo fueron. El candidato republicano se hizo con la nominación en las primarias a pesar de tener en contra a importantes miembros de su partido -entre los cuales se encontraban expresidentes y antiguos candidatos- y venció en las presidenciales tras hacer comentarios denigrantes sobre las mujeres y los hispanos, presumir de evadir impuestos y amenazar con meter a su rival, Hillary Clinton, en la cárcel. Las encuestas se equivocaron y los especialistas convocados en los medios de comunicación, estos últimos concentrados aisladamente en determinadas partes de la costa este y oeste, no acertaron ni en las predicciones ni en los análisis electorales previos a los comicios. La campaña, desagradable y vacía de contenido, más centrada en el ataque personal que en los asuntos que preocupaban a los ciudadanos, será examinada cuidadosamente por los historiadores del futuro.

La posibilidad de que un millonario ególatra, producto del reality show y sin experiencia política de ningún tipo pudiera convertirse en presidente de los Estados Unidos solo fue planteada con antelación en el año 2000 por los ingeniosos guionistas de Los Simpson, quienes no sospechaban, me temo, que tal cosa se pudiera llegar a producir. Unos pocos, como Michael Moore, además de predecir la victoria del republicano en los albores de las primarias, explicaron -a luz de los acontecimientos actuales, con bastante lucidez- por qué podían perder los demócratas. Aunque no muchos prestaron atención a esas advertencias. Convendría recordar también que Donald Trump no es Ronald Reagan. Algunos, obsesionados con la criticable cobertura mediática de la campaña, señalan ciertas similitudes entre las reacciones de la prensa progresista cuando aquel "actor mediocre" entró en la Casa Blanca y cómo esos mismos periódicos y revistas están asimilando ahora la inesperada victoria del magnate, cayendo en una suerte de falacia comparativa.

Cualquiera que se asome a los diarios y cartas de Reagan, que fue gobernador de California -un estado, potencia económica mundial, con más de 38 millones de habitantes- durante casi una década antes de asumir la presidencia del país, tendrá la oportunidad de comprobar la distancia moral e intelectual que separa al uno del otro. Si bien es cierto que ambos utilizaron la televisión para darse a conocer al público (Trump en "The Celebrity Apprentice", de la cadena NBC, y Reagan en los comerciales de General Electric), existe una diferencia básica entre el que fuera presidente durante la Guerra Fría y el actual presidente electo: los motivos por los cuales quisieron dedicarse a la política.

De acuerdo con Thomas Evans, autor de "The Education of Ronald Reagan: The General Electric Years and the Untold Story of His Conversion to Conservatism", un estudio basado en documentos de la corporación y numerosas entrevistas con sus empleados, Reagan, demócrata convencido, partidario entusiasta de Roosevelt y Truman, experimentó una "conversión" al conservadurismo mientras presentaba su programa televisivo y viajaba por todo el país como encargado de las relaciones públicas de General Electric. Fue entonces cuando empezó a familiarizarse con los textos de Ludwig Von Mises y Friedrich Hayek, a citar a Jefferson y a Hamilton. Influenciado por el vicepresidente de la compañía, Lemuel Boulware -según lo que se comentaba en los ambientes corporativos de aquella época, uno de los mejores negociadores de conflictos laborales de todos los tiempos-, Reagan introdujo en su oratoria conceptos como "gobierno limitado", "impuestos bajos" y "anticomunismo". "No solo estaba pronunciando discursos; estaba predicando sermones", reconoció el presidente en su autobiografía, "American Life".