A la vista de las últimas -y de las anteriores- experiencias con las encuestas, lo más lógico sería que quienes las analizan utilizaran los datos con extrema precaución. Porque el riesgo de hacer el ridículo no solo acecha a los oráculos que anuncian acontecimientos, sino también a los que llevan a la prosa corriente su interpretación, por lo general menos experta que la de los propios especialistas, que realizan esa tarea y después la que llaman "cocina".

Conste que no se trata en absoluto de desprestigiar el trabajo de equipos que en su gran mayoría son serios y capaces, pero sí de advertir -con la mejor intención- que nadie, ni beneficiados ni perjudicados por los pronósticos, cree que esos trabajos de campo son un arte matemático y por eso el margen de error es siempre bastante más amplio que el que los propios encuestadores admiten, que ya suele ser amplio.

De ahí que cuando se repasan y se relatan los resultados conviene emplear el potencial, y no dar por seguro lo que vaticinan. Pero, a la vez, tampoco se puede despreciar el balance global porque es serio indicio de lo que puede ocurrir. De hecho, y salvo casos recientes -ambos en el Reino Unido, que es un Estado democráticamente serio, como los de la mayoría absoluta de Cameron y la encuesta sobre el Brexit- las líneas generales se cumplen, pero pifian detalles claves.

Viene a cuento el largo introito,de una moraleja: que la prudencia aconseja analizar y valorar las encuestas atendiendo a cómo las hacen los encuestadores. O sea, advirtiendo previamente que todo podría ser de otra manera y por tanto, ciñéndose solo a lo que parece tan obvio que resulra indiscutible.

Las que se han publicado en el último día hábil para ello sobre el próximo 25-S eran todas previsibles salvo los detalles claves del reparto de escaños y por tanto el que más importa: determinar quién gobernará, aquí los próximos años. Todos los sondeos, salvo uno, dan la mayoría absoluta al PP, aunque las diferencias varían. Y si fuese así, tendría -en opinión personal- dos explicaciones convergentes: una que Feijóo, aparte de no ser Rajoy, lo ha hecho mucho mejor de lo que narran sus adversarios -en el gobierno y en la campaña electoral- y, dos, que los gallegos lo reconocen.

Los motivos de la hipotética derrota de las izquierdas serían, a sensu contrario, sencillos: eran conscientes de que solo podrían gobernar juntos, y hasta el día de hoy ninguno de los grupos ofrece liderazgo fiable para tal desafío. Y, además, optaron por describir a Galicia al borde de un apocalipsis que solo podría evitarse generando confianza. Y carecían precisamente de eso.

¿O no?