El nombre que encabeza este escrito es la clave para que entendáis la magnitud de la persona que nos ocupa.

Estamos en la capital del antiguo reino de Aragón en la década de los ochenta del pasado siglo. En Zaragoza, ciudad próspera en los años de la transición, se respira un aire cosmopolita, consecuencia de las ansias de libertad nacidos después de 40 años de dictadura y de la pujanza económica de su comarca. Y a todo esto sumamos la proximidad de una base militar americana que influye en la sociedad local. También en el mundo del baloncesto. Zaragoza era, por todo esto, una ciudad bulliciosa, alegre y tenía un equipo de baloncesto que incluso contaba con "cheerleaders", casi todas ellas americanas.

En esa ciudad había una súper estrella fuera y dentro de la cancha, un "gordo mágico" que electrizaba a los espectadores en todos los encuentros de básket que allí se disputaban. Ir de paseo con él era una auténtica odisea. Todo el mundo le paraba y nunca le vi continuar camino y pasar de alguien.

En esta ciudad había un joven muy humilde que tenía auténtica pasión por esta estrella. Chema se llamaba. Su vida giraba en torno a su ídolo, desde la mañana en que se presentaba con la prensa en su casa y desayunaba con él hasta donde llegase la jornada. El momento culmen del día era el entrenamiento de la tarde, en el que después de ver toda la sesión esperaba en la puerta de jugadores a su amigo, para arrebatarle la bolsa de la mano, robarle las llaves del coche y meter la ropa de entrenar en el maletero.

A Chema no le gustaba que molestasen a su amigo y en más de una ocasión, de forma discreta pero contundente, apartaba a la gente que día tras día esperaba al 8 del CAI para que Quino pudiese seguir su camino. Pese a que Joaquín le había repetido en numerosas ocasiones que yo era como un hermano para él, alguna vez, y de broma, me metía con Quino, con el fin de que Chema se pusiese en tensión. Su mirada me decía que, por muy hermanos que fuésemos, no me pasase "ni un pelo con el gordo".

En las innumerable ocasiones en las que lo visité, mi sorpresa era mayúscula cuando veía a este ídolo de masas sentado en una pequeña mesa de su apartamento de Zaragoza con Chema. Veía la paciencia con la que le enseñaba a leer y cómo repasaban innumerables cuentas que día tras día, y siempre por la tarde, antes de entrenar, eran la ocupación principal de mi amigo.

Qué sencillo era querer a este personaje. Nunca he visto ser humano más humilde y sociable que él. Era un ejemplo de persona campechana, saludando y ayudando a la gente de toda clase y condición, iluminando el espacio en el que estaba, inundando de alegría el mejor restaurante del país o comiendo en la cocina con el dueño de un pequeño bar de Cantabria.

Todos lo añoramos porque sabemos que, al igual que los cometas, va a tardar mucho tiempo en pasar otra persona como él por nuestras vidas.

Estará revolucionando a todo el mundo allí donde se encuentre y de esa forma nos deja la alegría de saber que cuando nos encontremos de nuevo, la cosa va a ser divertida, muy divertida.

Aun me quedan mil y una historia del tío Quino, el 50% no las contaré ni bajo tortura, pero, si queréis, otro día quedamos y cuento alguna más del "gordo mágico" en la capital del antiguo reino de Aragón o en cualquier rincón de España, ya que un personaje como este era querido allí por donde pasaba.