Algunos estadounidenses que pasan sus vacaciones en otros países, según una reportera del Washington Post, se están viendo obligados a justificar el éxito de Donald Trump a sus anfitriones y en cierto modo a disculparse por el espectáculo que el candidato republicano proporciona de manera gratuita y con demasiada frecuencia a los medios internacionales. "La peor parte de estar en el extranjero durante cuatro semanas es tener que explicar a la gente que la mayoría de los americanos no son como Donald Trump. Es embarazoso", tuiteó un californiano que venía de Hong Kong. La crónica del diario recogía testimonios de personas que aseguraban haber visto el terror en el rostro de los nativos cuando, en medio de una conversación, alguien comenzaba a especular sobre una posible victoria del magnate.

Cualquier individuo que viva en este momento en los Estados Unidos y pretenda viajar a otros lugares tendrá que apuntar en una servilleta algunas reflexiones sobre este complejo fenómeno político, pues hablará más de este que de sí mismo. En algunos casos son los seres queridos quienes, antes incluso de entrar en temas personales e interesarse algo por la vida del recién llegado, llevan al regresado sigilosamente a un rincón para formularle la pregunta relevante: "Oye, pero ¿qué pasa con Trump?". Entonces uno no tiene más remedio que respirar profundamente y ponerse a hablar del hombre como si se tratara de un adolescente problemático, el cual, por culpa de sus peligrosas travesuras, está destrozando el prestigio de la familia. "No entiendo qué hemos hecho mal", dirán esos ciudadanos norteamericanos mientras disfrutan de la gastronomía local. Lo cierto es que los representantes no solo pueden dañar la imagen de los representados; también trastornan el periodo vacacional de los trabajadores haciéndoles sentir responsables de los disparates ajenos y malgastar su merecido tiempo de descanso tratando de convencer a la gente de que su país no está plagado de ignorantes racistas que son incapaces de coincidir con el resto de la humanidad en algo bastante evidente: que el discurso de Trump, más allá de la superficialidad del contenido, es un discurso de odio.

Uno de los indiscutibles logros de Barack Obama fue el de restaurar la imagen de Estados Unidos en el mundo tras los turbulentos años de la presidencia de George W. Bush, quien ahora está comenzando a ser tratado, después de observar a Trump en acción, como a un catedrático de pipa y monóculo que se pasea con su bastón por el campus de Oxford. Para aquellos que piensan que no se puede estar peor, esta es una gran lección: no se debe subestimar la infinita capacidad de autodestrucción de los votantes resentidos. Cuando piensas que ya se ha tocado fondo, aparece alguien recordándote que la mezquindad es endémica. "El infierno son los otros", escribió Sartre.

Por eso el caso español es tan interesante. Votar en Navidad sería poner el broche de oro a este remake berlanguiano que nos han regalado los políticos durante los últimos meses. Explicárselo a un foráneo, sin embargo, ya es más complicado. Habría que citar a Ortega y a Unamuno, hablar un poco del despotismo ilustrado, la Iglesia católica y el fracaso de las repúblicas, explayarnos un buen rato con la guerra civil y sus debatidos orígenes, y finalmente concluir que España no es peor sino simplemente diferente, como rezaba el eslogan de aquel ingenioso ministerio franquista. Que en España hubo un par de geniales humoristas llamados Tip y Coll que solían decir irónicamente que la próxima semana hablarían del gobierno en una época en la que no se podía hablar de él. Ahora se habla siempre, aunque no lo tengamos.