En febrero de 2009, poco tiempo después de que Barack Obama asumiera la presidencia, Sam Tanenhaus, editor de la sección de libros del New York Times durante más de una década, publicó un ensayo en la revista The New Republic, titulado "Conservatism is Dead: An Intellectual Autopsy of a Movement" [El conservadurismo está muerto. Una autopsia intelectual del movimiento], que suscitó un debate interesante sobre la evolución de la derecha estadounidense durante los últimos setenta y cinco años. De acuerdo con el autor -que luego desarrolló ampliamente sus argumentos en un libro, The Death of Conservatism-, los conservadores estaban divididos históricamente en dos facciones irreconciliables: los realistas, quienes creen que el gobierno posee algunas virtudes, y los revanchistas, quienes desconfían totalmente del gobierno. Y estos últimos -señalaba el periodista- habían vencido, poniendo en peligro la supervivencia de la ideología al despojarla de su pensamiento original, pues apenas se puede vislumbrar en ella algún rasgo de tradicionalismo: "Los conservadores de nuestro tiempo parecen ser herederos de la Revolución Francesa en vez de la americana. Demonizan rutinariamente las instituciones gubernamentales, que ellos describen como el enemigo de los intereses de la gente. Sin embargo, para los conservadores clásicos, estas dos entidades, gobierno y sociedad, son mutuamente dependientes".

William F. Buckley pudo observar la difícil relación que mantenían los colaboradores burkeanos con los libertarians de la National Review. (El tradicionalista Russel Kirk se negó a aparecer como uno de los editores en la mancheta de la publicación porque no quería que su nombre estuviera cerca de liberales como Frank Chodorov o fusionistas como Frank S. Meyer. Finalmente, Kirk publicaría una columna titulada "From the Academy"). Aunque, a juicio de Tanenhaus, estos revanchistas "no solo abandonaron a Burke; se convirtieron en marxistas invertidos, poniendo la lealtad a un movimiento -la revolución de Reagan- por encima de sus responsabilidades cívicas".

The Death of Conservatism fue presentado por el autor en American Enterprise Institute, un "think tank" conservador localizado en Washington DC, junto con Steven F. Hayward y Henry Olsen, dos figuras notables de la derecha periodística y académica del país, quienes acudieron al acto con el objetivo de escucharlo y rebatirlo. Allí se originó una apasionada discusión acerca de los tratados del movimiento ideológico y las "auténticas" intenciones de sus padres fundadores. Se habló de Edmund Burke, por supuesto, pero también de Dwight Eisenhower y William F. Buckley, de Joseph McCarthy y Ronald Reagan; de cuánto había cambiado el panorama político en Estados Unidos desde la fundación de la National Review en 1955. Tanenhaus, un periodista que colabora para los medios del llamado -desdeñosamente- "establishment progresista" (Times, The New Republic, The New Yorker, entre otros), presentó su obra, que criticaba con dureza el estado del conservadurismo en América, en una institución conservadora americana, dando incluso algunas lecciones y consejos a sus más destacados representantes ("los conservadores necesitan redescubrir las raíces de su honorable tradición").

Pero ¿dónde lo iba a presentar si no? ¿Qué mejor lugar para dialogar sobre conservadurismo que en una institución dedicada a promoverlo? Cuesta imaginarse un acto de esas características en un país cuyos políticos recurren con frecuencia al argumento ad hominen, utilizan terminología bélica para referirse al contrincante y entienden la batalla de las ideas como una cuestión personal, familiar y hereditaria. Lo peor del sectarismo, además de la inevitable intolerancia que genera, es que impide que las personas y los países prosperen. Conocer y estudiar los argumentos de aquellos con los que discrepamos enriquece nuestra visión del mundo. Y compartir algunas causas con el adversario no tiene por qué provocar un dilema ideológico. Como recordó Arthur Koestler en el Carnegie Hall: "Es inevitable que la gente tenga razón por los motivos equivocados. Este temor a encontrarse en malas compañías no es una expresión de pureza política, sino de falta de confianza en uno mismo".