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Fiscal jefe provincial de Pontevedra

Tanto nadar para morir en la orilla

Cuando pensábamos que era casi imposible que las cosas fueran peor en la justicia penal española, apareció la ley que establece una limitación a los plazos de instrucción. Sin duda, la ley puede obedecer al espíritu de quien piensa que posee un procedimiento del siglo XXI pero casi con osada obstinación olvida que tiene uno del siglo XIX.

El nuestro, es un viejo carcamal incapaz de rejuvenecer, al que las sucesivas reformas han hecho cada vez más pesado y sólo donde la capacidad de trabajo de sus usuarios le hace operativo. Al sistema se le ha hecho de todo, salvo dotarle de dinero para hacerlo efectivo, pero sobre todo lo que se ha hecho, es que sus remiendos le hagan cada vez más reacio al cambio, que supone que el mismo órgano que instruye sea el responsable de lo que hace hasta sus últimas consecuencias, pues es el mismo que después plantearía su instrucción ante un tribunal.

Hoy día no es así, la instrucción está encomendada a los jueces de instrucción y no a los fiscales, pese a que éstos responden de los resultados de la misma, al llevar sus frutos ante los órganos de enjuiciamiento, y defender allí el trabajo realizado primordialmente por otros.

El plazo máximo, no es nuevo, pues existía en los orígenes de la ley, que obligaba a tramitar los sumarios en un mes, y que supuso una disposición que jamás fue cumplida. Algo así, como una de esas órdenes absurdas, que todos saben que no se puede cumplir.

Y aquí estamos los fiscales, controlando sin control, a quien no podemos controlar, pues la estructura del sistema le hace incontrolable, y pese a ello con más voluntarismo que eficacia, nos hemos lanzado a la vorágine del cumplimiento de una ley que como la del siglo XIX, sigue siendo imposible de cumplir y que además nos coloca ante la esquizofrenia, de quién a sabiendas de que no puede cumplirla, sin embargo se obstina hasta la extenuación en hacerlo.

Una justicia moderna, dispondría de métodos y aplicaciones operativamente actuales, pero las nuestras, desde luego no responden a las necesidades que con las mismas se pretende cubrir, y además el control es la última de sus ratios. Por otra parte no se relacionan entre sí, y su uso no ha sido objeto de controles de calidad que pongan en evidencia sus disfuncionalidades estadísticas.

La fijación del plazo máximo, establecido con el vigor que se deduce de la ley supone una potestad, casi excesiva atribuida al fiscal de solicitar las prórrogas, de forma que el juez no parece poseer esa iniciativa de motu propio. En síntesis, el control de su casa, es atribuido a un tercero, que no posee el conocimiento preciso de lo que su casa contiene. Es fácil deducir la gravedad de la situación, pues nos ha colocado ante la existencia de un nuevo trámite -eso es fundamentalmente la necesidad de solicitar la prórroga, un nuevo trámite-; de forma, que esa petición y la autorización de la misma, es susceptible de ser recurrida, como así está ocurriendo, o de ser denegada, como también está ocurriendo, y en ambos casos supone paralización o retardo, traslados y contestaciones, y por supuesto más tiempo, y más papel.

Si se busca agilizar el sistema, lo idóneo es reducir sus trámites; pues esto es lo que a todas luces sobra en la norma, pero optar por una solución absolutamente contraria, so pretexto del control, no obedece a ninguna coherencia.

El efecto más pernicioso de su irrupción, es la posibilidad de cerrar en falso investigaciones, pues la capacidad de respuesta del sistema, no es rápida al cumplimentar peticiones de pruebas, donde el resultado de unas pruebas, puede llevar a otras peticiones, lo que supone que el investigador deberá estar dotado de una intuición rayana en la adivinación, si quiere entrar en los plazos.

Los datos obtenidos en la primera revisión ponen en evidencia una serie de cuestiones. La primera, es que el sistema procesal precisa un cambio, con un reparto de papeles mejor concebido. La segunda, es que el intento de dar una vuelta al sistema, casi paraliza el mismo; solo Galicia reviso casi 17000 asuntos generándose un estrés funcional, que puso en evidencia la existencia de agujeros negros, que no por conocidos son solucionables. La tercera, es que en efecto, se perdieron instrucciones, cuya tramitación exigía más tiempo y cuyo cierre en falso, producirá que los fiscales acudan a los juicios con un bagaje probatorio insuficiente. Sobre esta cuestión no hay cifras y hemos descubierto sus efectos después de las revisiones.

Cabe preguntarse, cuales son las razones de política criminal, que han sido determinantes en la implantación de esta norma, y las respuestas pueden ser varias. Desde aquellas que bajo la influencia mediática y desconociendo que el 90% de los procedimientos penales se resuelven en los periodos de guardia de los órganos judiciales, siguen aceptando como postulado la leyenda de la incuestionable lentitud general de la justicia, a aquellas otras que parten de la idea, de que fijar plazos exiguos en causas complejas de delincuencia organizada o corrupción de cualquier género puede suponer su posible cierre sin ahondar en las tramas que ocultan.

Podemos escoger la razón que queramos, pero el hecho cierto es que esta norma ha supuesto un extraordinario esfuerzo, y además genera una tensión que pervive tras la primera revisión, por ello la sensación general, es que su resultado no supone, beneficios, y no es sino nadar, para morir en la orilla.

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