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De vuelta y media

La Escuela de Capataces de Lourizán Alojada en la cuadra rehabilitada del palacio de Montero Ríos en 1954, durante los treinta años siguientes fue centro de referencia en España para el sector forestal

Hace justamente sesenta años, la Escuela de Capataces de Lourizán alumbró su primera promoción integrada por catorce alumnos, después de dos cursos de intensa labor. Sus referencias fueron inmejorables, tanto en lo personal como en lo laboral; por ese motivo su acogida resultó magnífica.

Aquellos capataces nóveles no solo encontraron de inmediato un trabajo estable y razonablemente pagado, entre 1.500 y 633 pesetas mensuales del año 1956, que no estaba nada mal. Incluso tuvieron en donde elegir. Los principales organismos forestales entraron en liza para disputarse su concurso laboral y la mayoría optó por incorporarse al Patrimonio Forestal del Estado, organismo de referencia que marcó una época hasta que llegó el Icona.

La Escuela de Capataces de Lourizán nació en 1954 al amparo del Centro Regional de Enseñanzas, Investigaciones y Experiencias Forestales (CREIEF), tras el establecimiento en España de unas nuevas enseñanzas de capacitación en diversas especialidades que impulsó el Ministerio de Agricultura. El director general Santiago Pardo Canalis se percibió como un hombre providencial, que no solo inspiró su creación sino que luego se volcó en su desarrollo y, particularmente, apoyó mucho al centro de Lourizán.

Una escuela de tales características había sido expresamente demandada diez años antes por el Congreso Forestal Gallego. Era una necesidad obvia y solo la falta de dinero retrasó su puesta en marcha tanto tiempo.

Robustiano Fernández Cochón, el arquitecto de la Diputación, hizo un apaño estupendo y con menos de trescientas mil pesetas transformó la cuadra y luego cochera del antiguo palacio y finca de Montero Ríos en un pequeño internado dotado de aula de clase y estudio, comedor, cocina y servicios complementarios.

El director del CREIEF, Fernando Molina, actúo también como director de la escuela, y tuvo como subdirector a Carlos Valencia. Sin el celo y la perseverancia de ambos, el centro habría sido otro. Desde el primer momento imprimieron unos valores característicos, que convirtieron a la Escuela de Capataces de Lourizán en algo distinto a todas las demás, envidiada por unos e incluso cuestionada por otros.

Una clave del éxito radicó, según Fernando Molina, en la selección del alumnado. "Hacía falta gente curtida, porque el trabajo en el monte de un guarda o un agente forestal es muy duro". En contra del deseo de la Dirección General de Capacitación Agraria, allí se apostó por jóvenes algo maduros, entre 20 y 30 años, frente a otros de 15 a 20 años.

También la simbiosis entre el CREIEF y la escuela resultó modélica por su estrecha colaboración. Y el internado funcionó como una residencia bajo el tutelaje de un instructor del Frente de Juventudes, organismo omnipresente en tales actividades durante el franquismo. Las normas básicas de higiene y convivencia entre el alumnado se cumplieron escrupulosamente y nunca se registró un incidente serio.

A las veinte plazas del primer curso 1954-55 se presentaron 55 aspirantes. El régimen de internado era totalmente gratuito; en consecuencia, no suponía ninguna carga familiar. Luego se convirtió casi en una bicoca, porque los alumnos cobraron por sus trabajos, casi a tarifa de mercado, y salieron del centro con unos ahorrillos nada despreciables bajo el brazo.

El primer curso se desenvolvió entre el 15 de octubre y el 31 de mayo. De los 20 alumnos solo 14 pasaron a segundo curso, y entraron otros 25 en el siguiente año académico 1955-56. Poco tiempo después, los inviernos tan crudos que dificultaban cuando no impedían las prácticas en el campo, aconsejaron un cambio. Entonces los cursos académicos empezaron en febrero y terminaron en noviembre, sin alterar su contenido horario.

La primera línea de colaboración externa se abrió con el Servicio de Plagas Forestales durante aquel verano en varias zonas españolas. La experiencia se tornó sumamente provechosa y tuvo una fecunda continuidad. Más tarde llegó la participación del alumnado en las campañas de extinción de incendios, con un resultado igualmente satisfactorio.

Durante los treinta años siguientes, la Escuela de Capataces de Lourizán funcionó a plena satisfacción y dejó una huella indeleble en el sector forestal. Aunque su alumnado se decantó mayoritariamente por la guardería, la formación recibida valdría hoy para ejercer a la perfección como guía medio ambiental o especialista en senderismo.

Luego se torció tanto su trayectoria impecable a mediados de los años ochenta, que el centro se mantuvo operativo a trancas y barrancas por la abnegación y el empeño que pusieron Gabriel Toval y Benigno Fernández. Uno y otro aún viven para contarlo, pero prefieren correr un tupido velo. Y su legendario director, Fernando Molina, hace lo propio y se refugia en el monte para no morirse de pena, dispuesto a convertirse en un centenario activo.

Cada vez más alejada de su espíritu fundacional, la Escuela de Capataces de Lourizán está hoy inmersa en una profunda crisis que amenaza su propia supervivencia, si la Xunta de Galicia no lo remedia antes de que sea tarde.

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