Este extraño periodo de pactos en la política española está pasando por una fase parecida a la que pasan algunas series de televisión que se sobrepasaban en el número de temporadas: los creadores comienzan fascinándonos con una trama prometedora y un tema interesante, que suele abordarse de una manera inteligente, y acaban trasformando una obra inicialmente coherente y atractiva en una enmienda a la totalidad a su propio proyecto artístico, haciendo que, en una repentina suspensión de la credulidad, empecemos a ver a esos personajes, a quienes antes amábamos y admirábamos, como a unos actores y actrices que tan solo pretenden seguir cobrando sus cuantiosos salarios. Al igual que Jerry Seinfeld, hay que saber cuándo finalizar un relato, por muy extraordinario que hasta el momento haya sido su recorrido narrativo. No nos reíamos tanto hasta Curb Your Enthusiasm.

Nuestros políticos, sin embargo, continúan interpretando sus papeles como si nada. Y los niveles de inverosimilitud ya son insoportables. Lo que antaño parecía heroico y admirable, al menos desde el punto de vista estratégico, como la supervivencia política de Pedro Sánchez, ahora, después de las fotos, los paseos y los regalos con dedicatoria, parece oportunista y un poco ofensivo. Hace un tiempo observábamos al presidente en funciones echarse a un lado para no ser humillado en el Congreso, rechazando la propuesta del Rey y desviando la atención hacia el PSOE, y muchos pensaron que era una maniobra brillante. En este momento pocos mantienen esa posición, ya que su ausencia en las escenas principales de esta historia genera inquietud entre aquellos que piensan que el presidente en funciones, también político en activo, aunque sea incapaz de asumir el gobierno de nuevo, por lo menos debe tratar de contarle a los ciudadanos qué haría en el caso de que lo lograra. Él insiste en permanecer en el reparto y presentarse de nuevo a las elecciones.

Del mismo modo que le sucedió a Idris Elba en The Wire, Pablo Iglesias se negaba a aceptar la idea de que su personaje podría desaparecer. La pasada semana finalmente se dio por vencido y decidió que, si era lo mejor para el guion, rechazaba la vicepresidencia. A decir verdad, no debe de ser fácil despedirse de una ficción que ha hecho feliz a tanta gente. Aparecen todos los días en las portadas de los periódicos y acuden a los programas de televisión de máxima audiencia. Millones de españoles comentan sus actuaciones en las cafeterías y en los bares. Se han convertido en estrellas, queridas y odiadas por igual, que obtienen, cuando toca, sus codiciados minutos de fama. Hasta se presentaron en la gala de los Goya y, aunque tuvieron algún que otro problemilla con la vestimenta (uno, al parecer, se puso el traje del otro), dedicaron unas hermosas palabras a la cultura, apenas mencionada en sus campañas.

Pero los hechos se entrometen y lo estropean todo. El déficit, menuda fatalidad, no estaba en los planes de rodaje. La no ficción, tan de moda, invade, con la fuerza de un huracán, el territorio de la fantasía, forzándolos a reescribir gran parte de los diálogos. A ellos se les acaban las ideas y a los ciudadanos la paciencia. Son las consecuencias, decíamos, de no cancelar una temporada a tiempo. Algunos guiños al espectador pueden quedar desactualizados.