Hace dos semanas, el programa humorístico Saturday Night Live emitió una parodia sobre un video electoral de Donald Trump. En él se mostraban las imágenes de "auténticos estadounidenses" -había un leñador, una ama de casa y un pintor- haciendo sus respectivos trabajos mientras decían cosas estupendas sobre el candidato republicano. Sin embargo, después de que transcurrieran unos segundos, los espectadores tenían la oportunidad de comprobar quiénes eran, en realidad, esos hombres y mujeres sonrientes expuestos en la pantalla como prototipos del buen patriota americano: nazis, miembros del Ku Klux Klan y supremacistas blancos. El video hacía referencia al lema de campaña de Trump, "Make America Great Again" [Hagamos América grande de nuevo], el cual, basándonos en algunas de sus propuestas, parece estar sugiriendo algo diferente: "Make America White Again" [Hagamos América blanca de nuevo].

La broma también nos recuerda que, más allá de lo que haya podido decir el magnate sobre otros asuntos de interés general (política exterior, economía, etc.), el verdadero secreto de su éxito es, sin lugar a dudas, su plan de inmigración, que se resume, básicamente, en deportar a 11 millones de indocumentados. Ann Coulter, una famosa comentarista conservadora, ya lo recordó en su cuenta de Twitter: "No me importa que Donald Trump practique abortos en la Casa Blanca tras su política de inmigración". De lo que se trata -proponen entusiasmados los seguidores del aspirante- es de regresar a lo que fuimos y nunca deberíamos dejar de ser. Pero ¿qué se está invocando exactamente con este ataque de nostalgia? ¿Cuál es la "América real"?

Pat Buchanan, excandidato a la nominación republicana, se expresó sin tapujos sobre esta cuestión en un capítulo de uno de sus libros titulado "The End of White America" [El final de la América blanca]. "América se va a parecer mucho a California", afirmó Buchanan en una entrevista. "La mitad de las personas que residen ahí no hablan inglés en sus casas", añadió. El que fuera asesor de los presidentes Nixon y Reagan, a pesar de dejar claro que él no estaba "en contra" de las minorías, pretendía establecer con esos argumentos una conexión entre las dificultades económicas que padece el estado con la presencia de inmigrantes (y aquí está la clave) de "otra raza". En los primeros años de la presidencia de Barack Obama, Glenn Beck, en aquellos tiempos presentador de Fox News, solía insistir de manera reiterada en que el primer presidente afroamericano del país tenía "un problema con la cultura blanca". Tras escuchar esa declaración, uno se pregunta de qué se habla cuando se habla de "cultura blanca", si no es para manifestar el deseo de perpetuar su ya indiscutible hegemonía.

Negar la existencia del racismo es otro tipo de racismo. El "problema" de la inmigración es un problema de memoria colectiva que trae como consecuencia un ejercicio de ingratitud: olvidar de dónde se viene y querer cerrar todas las puertas por las que, no hace mucho, los antepasados de todos nosotros entraron con la esperanza de encontrar una vida mejor. Entristece e irrita observar cómo esos aficionados del PSV, por llamarlos de alguna manera, se mofaban de unas gitanas rumanas en la Plaza Mayor de Madrid. También inquieta pensar en el hecho de que la Unión Europea, demoliendo de un solo golpe las bases de su fundación, decidiera solucionar la crisis de los refugiados expulsándolos a Turquía por un puñado de dólares y el compromiso de abrir nuevos capítulos para un futuro proceso de adhesión. Durante los últimos meses, en Estados Unidos, hemos asistido, con una mezcla de angustia e incredulidad, a la construcción de una obscena caricatura. Esperemos que esta no se acabe convirtiendo en el espejo de nuestros demonios.