Hace unos días se produjeron dos importantes acontecimientos que fueron recogidos oportunamente por la prensa internacional: el Supermartes, día con mayor número de primarias en Estados Unidos, y el beso que Pablo Iglesias y Xavier Domènech se dieron en el hemiciclo. Del primero surgieron dos vencedores, Hillary Clinton y Donald Trump, y del segundo nació un inesperado flirteo territorial. Como en el Parlamento no se iba a llevar a cabo ninguna investidura, los dos adalides de la nueva política decidieron que era el momento ideal para escenificar la plurinacionalidad del país a través de una hermosa metáfora: España se daba un pico con Cataluña ante los atónitos ojos de los diputados del PP, quienes parecían estar más preocupados por saber dónde se encontraba la lengua del líder de Podemos que por el mensaje ideológico que con ese gesto se enviaba.

Iglesias dijo que todo había sido algo espontáneo, fruto de la emoción. "Los besos no se preparan, se improvisan", afirmó. Esto es, como mínimo, discutible. Creo que todos podríamos exponer un catálogo de besos cuidadosamente premeditados -hasta el punto de haber dibujado en nuestra mente un plano con los ángulos más favorables y las diversas estrategias de salida si la cosa sale mal- que obtuvieron mayor o menor éxito. Imaginémonos entonces si al riesgo de no ser correspondidos le añadimos la presencia de las cámaras. Mariano Rajoy, por ejemplo, pronunció un discurso para los ciudadanos del siglo XIX, siendo consciente de que los asistentes, del XXI, con esos pelos y esas pintas, no lo podían comprender. En las actas del Congreso quedará reflejada, sin embargo, la participación de un caballero, que aseguraba haber ganado las elecciones, dispuesto a medirse con Sagasta. Las emociones, al igual que los discursos, hay que situarlas en su contexto histórico. Cada cual tiene su público. Y en ocasiones el público es uno mismo.

Pedro Sánchez, el hombre que intentó ser presidente sin los apoyos necesarios (130 votos a favor y 219 en contra), dejó claro que hizo lo que pudo para ser investido y liderar el "gobierno del cambio" junto con la estimable colaboración de Albert Rivera, quien no dudó en pedir un motín a la bancada popular. Se supone que semejante esfuerzo debería de conmover a todos los votantes progresistas, generando, al mismo tiempo, un significativo trasvase de votos hacia el PSOE en las próximas elecciones generales. Pero puede que la imposible realización de tan anunciado proyecto, a la larga, cause otro efecto muy distinto: "el gobierno del cambio", si nunca se llega a materializar, acabará convirtiéndose en una leyenda urbana, como "El hombre del saco", y será invocada para asustar a todos los niños de los hogares españoles en el caso de que estos se porten mal o no consigan conciliar el sueño.

Sabemos que "la investidura" fue una representación teatral, glosada por el presidente en funciones en su alocución, que tiene segunda parte. Las interpretaciones estuvieron correctas y la escenografía, a juzgar por lo que escribieron los cronistas parlamentarios, ese día transformados en críticos, bastante mejorable. Hubo demasiado histrionismo en algunos soliloquios ("cal viva") y se cometió algún lapsus, se supone que freudiano, que indicaba el evidente nerviosismo de algunos actores, sabedores de la expectación que había generado el estreno de una obra que, al coincidir con las primarias americanas, provocaría una irremediable "conjunción planetaria". Y el beso, como diría Umbral, muy logrado.