Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El hombrecillo acorazado

De pronto le vi salir de entre aquel revoloteo frondoso de togas negras, con la suya lustrada, mas no ilustrada, hombrecillo camaleónico y zaino, cultivador de alianzas, que no de amigos; viene hacia mí, con su sonrisa serpentina y el brazo extendido con el que ofrece su mano. Es la suya una mano ejercitada en el saludo de efusión impostora e impostada, que, a mitad del camino de la vida y antes de perderse en la selva oscura, recia sujeta la tea para que solo su sendero alumbre y dé al fin con su Virgilio. Es mano hecha al aplauso complaciente y a la palmada calculada, pero avisado estoy de que su mano diestra sabe muy bien lo que la siniestra oculta.

Cubre su toga un cúmulo apretado de medallas, cual quelonio togado de caparazón multicolor, algarabía metálica y promiscua de honores cosechados con el sudor de su lengua; todo un eminente medallero cuyo peso vence la otrora caída equilibrada de la toga. Parecía que llevara su pecho acorazado, acaso también su corazón.

Había en aquella vanagloria hueca algo de esperpento. Se me antoja que la toga es ante todo sobriedad; es ropaje que invita al recogimiento, como en bellas páginas dejó escrito Carnelutti; y significaba para Ossorio y Gallardo austeridad moral, visiones ambas que mal se avienen con aquella hojarasca de hojalata, impúdico mosaico de vanidad y afectación.

Tan pronto cumplió con el ritual del saludo, raudo giró en busca de otra mano, sin duda más rentable e interesante, para ensayar allí el lance y ceremonial del birretazo. Luego, el hombrecillo habló; embozada en su retórica al uso y provinciana, se oyó su palabra desnutrida, puro páramo, ideario carniseco que desdecía de aquel potaje medallero que lucía sobre el pecho. Y pasmo causó con su discurso, andrajo verbal con que vestía la oquedad de su ciencia y su conciencia; los oyentes con memoria percibimos la infame distancia entre palabra y obras. No obstante, hipócritas y mansos comparsas de la farsa batieron palmas.

Mientras observaba al hombrecillo, pensé que sabiduría y bonhomía resplandecen con luz propia y no precisan de oropeles. Como la verdad. Recordé, entonces, a tantos hombres en verdad esclarecidos, cuyo torso exhiben desnudo y libre de alharacas; les basta como atavío el esplendor de su espíritu preclaro y de su corazón recto y limpio que a distancia brilla y de cerca nunca engaña. Como la verdad.

Y me pregunto ¿de quién o de qué se protegía aquel hombrecillo con su coraza claveteada de farfollas? No lo sé; tal vez debería ponerse a cubierto de sí mismo. Y, desde luego, nosotros de él.

Compartir el artículo

stats