Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Don Fermín y la educación sentimental

Que me corrijan mis compañeros de Montecastelo, el colegio del Opus Dei donde una buena parte de la burguesía y la alta burguesía viguesa decidió que se formaran sus retoños. De la misma manera que desconfiaban de los jesuitas como si fueran apóstoles de la heterodoxia, confiaban en la tecnocracia porque había contribuido a su propio éxito. Y en eso estaban a partir un piñón, seguramente sin saberlo, aunque alguno habría que había leído a Adam Smith y el espíritu del capitalismo, con Calvino y su reconfortante doctrina de que si habían logrado amasar una fortuna era porque Dios estaba de su parte. Aquellos próceres, entre los que estaba mi padre, habían optado por entregar a sus crudos e inocentes vástagos para que hicieran de ellos (es decir, nosotros) hombres de provecho. ¡Qué error, qué inmenso error!

Aunque podría decir sin caer en la demagogia que soy ateo gracias al Opus Dei, no lograron hacer de mí un amante del fútbol, aunque por frotación (es una forma de hablar) nunca estuve tan cerca del Celta de Vigo como en esa época de cromos y partidos en los tiempos muertos, que eran los más deseados: los recreos.

Era malo. Sin paliativos. Cuando mis compañeros me instaban a que siguiese (sin ellos sospecharlo) la senda de mi padre, bajo los tres palos era más patético que una figura de futbolín sin nadie que la manejase: chutaban los delanteros y al miedica que sin duda era no se le ocurría otra cosa que taparse la cara para proteger sus primeras gafas de carey. Era lógico que me pusieran de vuelta y media. Las prestaciones no mejoraron en otros ámbitos menos arriesgados: como defensa me faltaba empaque y espíritu aguerrido (ni partía piernas ni plantaba cara), y cuando me disfrazaba de delantero y chutaba con el cancerbero vencido, me convertía en un genuino tuercebotas, enviando el balón (para nosotros siempre era la pelota) a las nubes.

Mis carencias en el terreno de juego eran tan insoslayables que opté por el atletismo, sobre todo, las carreras de fondo: no era rápido, pero tenía capacidad de resistencia y espíritu de sufridor. Eso me ha servido en la vida. Durante un tiempo tan breve que apenas dejó huella legible en la memoria, traté de hacerme perdonar mi ineptitud en el campo del honor deportivo sumándome a la parte más entretenida y polémica del fútbol: la del hincha. La mayoría de la clase, que se repetía año tras año desde los siete, cuando ingresé en Montecastelo, era decididamente fanática del fútbol, y por supuesto, del Celta de Vigo. Quien no se sumaba a esa corriente política, que entrañaba ciertas convenciones, cierta rudeza dialéctica y gestual (la necesidad, por ejemplo, de dirimir las diferencias a puñetazos), y desde luego la unanimidad, era tachado de raro, nena, idiota o maricón (a veces todo de una tacada). Para poder participar en los encendidos debates de los lunes era necesario haber visto u oído el partido del fin de semana. Eso hubiera supuesto pasarse la tarde del sábado o del domingo sentado junto a mi padre ante el televisor. O buscar el receptor de radio, que tanta compañía prodigó en aquellos inviernos, que eran sin duda mucho más largos. Prefería la melancolía de la estación de ferrocarril, o del puerto, para terminar en una pastelería endulzando una prematura sensación de fracaso, de generación perdida, pero sin literatura ni la menor brizna de heroísmo. Al pasar por los bares veía de refilón las pantallas retransmitiendo el partido de la jornada, mientras la mala conciencia por los deberes sin hacer me reconcomía como reflujo en la boca del estómago. Escuchaba las diatribas de los lunes como un espectador, al tiempo que de forma más soterrada que consciente trataba de averiguar por qué no acababa de sentirme a gusto yendo con la mayoría. Tardé mucho tiempo en saber que Mark Twain había enarbolado un banderín para mí precioso: "Cada vez que se encuentre usted del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar". Lo de cerrar filas (y eso que también caí bajo el hechizo de Miguel Zarauza, el guapo de la clase, un líder nato, y disputaba con mis magros recursos físicos y mi pequeña estatura la posibilidad de sentarme en su misma mesa en el comedor. Mi infancia y adolescencia fueron mediopensionistas) era un rasgo de la época. Pero me temo que perdura.

Sí hubo un hito memorable en aquella época turbia que podríamos englobar en la siempre socorrida educación sentimental y que dejó huella indeleble en algunos de nosotros, como Manolo Jorreto y Eduardo Matamoro, los tipos más sensibles de la clase, los más vapuleados, que, curiosamente -de nuevo las afinidades electivas, aunque tardé muchos años en averiguar que aquella inclinación podía ser una figura retórico-filosófica- eran mis mejores amigos (y lo siguen siendo). El verdadero adalid de la pasión celtiña (entonces hubiera sido ofensivo llamarse celtarra) era Juan José Presa, un tímido paradójico con la mejor caligrafía de la clase.

A él se le ocurrió darle un escarmiento a don Fermín, el malhadado profesor de Matemáticas, oriundo de Zaragoza, opusino hasta la médula y con una perversa habilidad para aterrorizar a sus víctimas cuando eran convocadas al patíbulo de la pizarra (que entonces llamábamos encerado) en medio de estentóreos gritos que hacían que se cerraran las -en mi caso estrechísimas- vías del entendimiento. A mayor torpeza por parte del condenado, más se encrespaba el ánimo de aquel maestro incompetente al que no me costaría nada atribuir mi eterna ceguera para la imaginación numérica. Don Fermín era forofo del Zaragoza, como no podía ser menos.

Para aquellos laicos que fingían no ser curas, el fútbol era una vía de escape tolerable para sus frustraciones, no sé si sexuales o de qué índole, porque casi todos habían hecho voto de castidad. Algo que para mí, a pesar de mi ignorancia supina en esa abstrusa fenomenología, me parecía inconcebible.

Recuerdo que mi devoción de entonces me llevaba a rezar mucho, e incluso a aprovechar el recreo después de comer para meterme solo en la capilla y leer "libros de espiritualidad". Allí descubrí, en sorprendente fraseología de un zahorí de la teología cuyo nombre no retuve, algo que todavía hoy me hace dudar entre la turbación y la risa: que Dios había puesto demasiadas e innecesarias dosis de placer en el acto sexual. No hizo sino redoblar mi inquietud que el empollón de la clase (con quien tenía estrecha amistad, y aquí voy a correr un piadoso velo, aunque mis compañeros sabrán bien a quién me refiero) me confiara, a nuestros virginales diez u once años, que nunca conocería mujer y que nunca cedería a placer tan bajo. Me parecía una medida tan extrema como cortarse el pito de cuajo.

Pero volvamos al bueno, y afortunadamente perdido más allá de los Monegros, de don Fermín. Ahora no recuerdo si el castigo fue a domicilio, en la Romareda, o en Balaídos, pero lo cierto es que el Celta había hecho morder el polvo al conjunto que adoraba el temido profesor de mates. Presa lo ideó todo: pintó en el encerado (no sé si prestó su talento para el dibujo Eduardo Matamoro) una inequívoca alegoría de la victoria, y el resultado del choque. Habíamos rescatado de la basura un trofeo que parecía haber sido arrollado por un tractor. Puestos en pie, con el chándal de reglamento doblado sobre el pupitre, y vestidos con la chaqueta del uniforme (el flamante escudo de Fomento de Centros de Enseñanza lucía en el bolsillo del pecho como genuino ¡detente bala!), esperamos a que hiciera su entrada en el aula don Fermín. Sin darle tiempo a reaccionar, empezamos a tararear, como un solo hombre, el himno nacional. Y no recuerdo más. No sé si el profesor se lo tomó a mal y montó en cólera o aceptó la humorada. Me inclino a pensar que así fue, porque sí recuerdo que Presa, en nombre de la clase, le hizo entrega de la copa que acreditaba la victoria del esforzado Celta sobre el Zaragoza.

De aquella época tan nítida a veces como nubosa en otras ocasiones recuerdo el fervor por figuras como Quique Costas, que brilló en el equipo celeste, era de Vigo, buen rematador, un verdadero atleta, un tipo que sabía sacrificarse por el conjunto y que, como tantos otros jugadores de equipos modestos, fue fichado por el Barça, y ahí acabó su rutilante carrera que a algunos nos hizo soñar. Aunque en mi caso, y siento que sea esa la constante, con distancia, como si no acabara de creerme esa pasión que nunca fue auténtica. Como si costara encargar a otros que llevaran un equipaje que me parecía contrabando: de almas y de cuerpos. De certezas e ilusiones. Todavía hoy sigo sin saberlo a ciencia cierta. Pero acaso logre desvelarlo pensando mientras escribo.

Compartir el artículo

stats