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Carlos Oroza

Nadie dijo las palabras como él. Nadie fue tanto el espíritu de una ciudad. No publicar durante años fue un gesto y una decisión radical, una apuesta por la presencia, por la actitud y por la verdad de vida, por una palabra que sólo podía vivir en el encuentro.

A los catorce años le robé a mi tía Cabalum publicado por Ediciós do Castro. Era la primera vez que veía un libro con las páginas escritas en horizontal. Tenía catorce años y unos días después lo conocí. Para conocerlo no tuve que hablar con nadie, me senté a esperar en la Alameda y pasó. Siempre pasaba. Hablamos de la poesía que a él le gustaba, de Dylan Thomas, de Gerard Manley Hopkins, de Rimbaud y de Whitman. Después descubrí la entrevista memorable que se incluía en el libro Ocho poetas raros, un libro que debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas, un manual para la vida. Porque es de esa unión inseparable de vida y poesía de la que nos habla Carlos Oroza, de que siempre, siempre, hay posibilidad de elegir y decir no.

En una de las últimas entrevistas, la que le concedió a Antonio Lucas, decía yo soy un salvaje contemplativo y lo que ahora tengo delante no me interesa en absoluto. Era salvaje en su relación con las personas, con la palabra, con la ciudad. Era incontenible, crítico, apasionado y devastador. Era contemplativo porque amaba el agua en las piedras, la lluvia, los líquenes, la oscuridad del bosque atlántico y el olor de las vacas.

Para explicar su huída de Madrid decía que había venido al norte para buscar la luz, no el sol, la luz del Océano Atlántico. Repetía que la poesía no se elige, sino que te elige, y si te elige la sufres. Esas frases sólo las podía decir él, que llevaba escritas en su cara y en su cuerpo el dolor y el compromiso con la voz, con la contemplación, con la otra cara de la vida. Se ha empezado a escribir mucho sobre Carlos Oroza en estos días, pero su figura no admite muchos homenajes, acaso un larguísimo y silencioso paseo por Vigo.

La vida de Oroza ha sido una experiencia compartida y única del espacio, de los paisajes y de la palabra. De pocos escritores se puede decir realmente que dejan un vacío, pero en este caso queda un vacío físico. Carlos Oroza y su compañera Elena pasaron varios años, durante los años setenta, en la casa de Uxío Novoneyra en el Courel. Novoneyra y Oroza juntos y en un diálogo infinito, representan lo mejor de la poesía escrita en Galicia en la segunda mitad del siglo veinte. Su muerte también nos hace recordar que existe más de una historia de la cultura gallega y española. Siempre pasaba y siempre desaparecía. Nos deja, además de la poesía, una vida llena de gestos. Todo Carlos Oroza está aún por escribir.

*Escritor vigués, poeta y dramaturgo

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