Un año más hemos podido deleitarnos con la retrasmisión televisiva de la ceremonia de entrega de los premios del Principado de Asturias, que ahora inician la etapa de premios Princesa de Asturias, en honor a la Princesa Leonor.

Al disponerme a glosar el evento tengo que recordar que con ocasión del correspondiente al pasado año he publicado un laudatorio artículo que, ahora, asumiría punto por punto. Por ello y ante el riesgo de repetirme quiero hacer una previa petición de disculpas, para el caso de que así suceda.

Por supuesto se mantiene incólume el alto mecenazgo de reconocimiento a destacadas personalidades de la cultura, la ciencia y el deporte. Además este mecenazgo comporta un apoyo a Asturias y a toda la indisoluble España, porque vende nuestra marca y acrecienta internacionalmente nuestro prestigio.

No dudo del acierto del jurado para seleccionar a los premiados ni puedo imaginar que mancillase su página, añadiendo o restando méritos a cada uno de los laureados. Pero en esta ocasión, soslayando merecimientos y nivel de valías, me atrevo a señalar la profundidad y maestría de la intervención del filósofo Emilio Lledó, que animo al Rey a pedirle consejo. Y también me apetece dejar constancia de la singularidad de Leonardo Padura, tanto por su informal vestimenta -muy cubana- como por su indolente postura en el asiento y el sostenimiento de una pelota de béisbol en su mano derecha; al parecer simbolismo de su propia vida. Su figura resultó simpática, pero como confesó tener tres patrias: Cuba, el lenguaje español y el trabajo, se me antoja que debió añadir una cuarta: España, porque según admitió, también tiene su nacionalidad.

Otra singularidad de esta edición de los premios Princesa de Asturias recayó en una doble presencia maternal. Nuestra admirada Reina Sofía siguió mostrando el emocionante semblante de madre antes que reina, observando la exitosa actuación de su hijo el Rey Felipe VI. Pero también pudimos contemplar a la madre de la Reina Letizia, menos trascendente en su semblante, pero irradiando toda la satisfacción de estar contemplando a su hija como primera dama del Reino de España.

Sin embargo, si algo hay que priorizar, vuelve a ser la exhibición de buen hacer que de nuevo nos ofreció nuestro joven Monarca; reafirmando a todos los españoles en el convencimiento de contar con el rey mejor preparado de cuantos han llevado la corona en España. Su discurso profundo, culto y valiente fue una pieza digna de guardarse, tanto por el contenido como por la impecable forma de expresarse. Y, para mí más notorio, que siendo un discurso bastante extenso no leyese una sola línea ni su mirada buscase algún punto de apoyo. Tan encomiable si lo había memorizado, como si fue conformando una idea preconcebida.

Con valiente firmeza dejó reflejado con imborrables caracteres un llamamiento a la unidad que ha permitido todos los logros de una nación histórica; contraponiendo el aviso del peligro que comporta intentar separaciones y ahondar en las diferencias; añadiendo con feliz frase que levantar muros acaba siempre empobreciendo. Algo que habrá hecho reflexionar a más de uno. Sobre todo a Mas.

Creo que con mucha más intensidad que la esperanzadora disminución del paro, sigue creciendo el orgullo de los españoles agradecidos a la providencia por entronizar a un monarca que en el primer año de su reinado ha revalidado ya las mejores expectativas. Y ello debe atañer por igual a monárquicos ya republicanos, porque el Rey no es el Jefe del Estado de una facción sino de toda la nación.

Resumiendo, si hubiera un premio Princesa de Asturias para el buen hacer, debiera otorgarse a Felipe VI y, por su mediación, a cuantos nos consideramos eslabones de la unitaria cadena que llamamos España; los que satisfechos y orgullosos constatamos un año más que Su Majestad ha estado majestuoso.