Ramón: "Aún recuerdo las palabras con las que mi primer jefe zanjó mis continuas quejas a los pocos meses de entrar a trabajar en la agencia de publicidad: pasarse de listo es una forma de ser tonto. Al principio me indigné porque pensaba que iba a darme la razón contra mis compañeros, más veteranos y, desde mi arrogante punto de vista de novato que se creía más talentoso que todos ellos, unos profesionales rancios y ya caducos. Yo me consideraba un genio incomprendido con mejores ideas, sometido a la tiranía de la conjura de los necios y víctima de sus envidias y temores porque veían peligrar su posición ante la llegada de un jovenzuelo con ideas frescas y pujantes. Mi enfado pronto se convirtió en frustración y cuando decidí irme a otra agencia esperando que valorasen mi inmenso talento casi pude escuchar el sonido de las botellas de champán descorchadas en sus mentes.
Tampoco duré mucho en la segunda tirada. Ni en la tercera. Así que me fui al extranjero para que descubriesen mi infinito potencial. Estuve un lustro viendo cómo mis íntulas se iban cayendo una a una. Pero no me amilané. No lo suficiente. Convencido de lo que lo que no te ata te hace más fuerte, prescindí de cualquier lazo emocional (amoríos pasajeros, nada de hijos, amistades las convenientes) y decidí ponerme por mi cuenta. Por fortuna, mi padre me había dejado una. Volví, monté mi propia y agencia y contraté a gente joven y con buen curriculum. Estaba convencido de que los líderes auténticos son los que se rodean de gente más inteligente que ellos. Lo malo es que yo no consideraba que nadie pudiera hacerme sombra, así que pronto les perdí el respeto y descubrí que si como asalariado era insufrible, como jefe era un tirano de tres al cuarto.
¿Y por qué soy tan duro conmigo ahora? Porque voy a cumplir los 60, estoy casi en la ruina sin más compañía que la que puedo pagar y cuando me miro al espejo veo que aquel genio incomprendido se ha convertido un hombre amargado e innecesario que se pasó de listo y cuyo tiempo pasó antes de haber llegado".
