Maestro que fuiste en el desacato a la moral patriotera, bien sabes, querido José Luis, que en este país lo menos horrísono del paisaje urbano son los cables que resaltan la fealdad de las fachadas. Hay una Galicia que es como esas madres sin pudor que avergüenzan a los hijos tirando las compresas por la ventana. Lo que nos rodea se parece al guiso de azafrán gris de aquel artículo tuyo, ya un clásico. En estas condiciones, los prudentes se guarecen en bares o bodegas esperando que el amanecer les empapele la retina con los colores mentirosos si bien piadosos del alcohol.

José Luis, genio golpeado por los besos tullidos de tantas noches desdentadas, te escribo desde los bajos fondos de Rotterdam apostado en una barra que podría ser el reflejo boreal de tu Savoy o de mi Eligio, al que a veces vuelvo de incógnito. En Eligio encuentro lo que a mí me gusta: la Galicia insinuada. La abierta, la civilizada, tolerante, antigua, popular y señorial, múltiple, atlántica y española. Granito, madera centenaria, estufa de leña, bebedores solventes (de los de botella) fumadores machos, hogareñas telarañas y los fantasmas bonachones de enemigos y amigos. No hay formica ni televisión. En Eligio nadie le roba la verdad ni la palabra a nadie pero cualquiera puede llevarse todo lo que le quepa en el corazón.

De haberla palmado en un amanecer de hace diez años, Joe, empapado de alcohol y nostalgia, la cabeza desplomada sobre el volante, las ruedas pinchadas por las agujas de una yonqui, el claxon sonando como la sirena del Titanic en la niebla, habrías tenido un final de torero. Algún pedante, quizás yo mismo, hubiese añadido que la naturaleza imita al arte y que, a la par de tus personajes, habías muerto como habías vivido (y bebido): por encima de tus posibilidades. Pero también en la hora de la muerte has puesto el listón muy alto -sin aspavientos heroicos, ni baladronadas, ni lamentos pusilánimes- dejándonos huérfanos de esa prosa artillada con una sonoridad solitaria y noctámbula, aristocráticamente única, tan esencialmente galaica y española. La añorada prosa de la Galicia elegante.

Por la mirada irónica que posaste en el desguace de tu propia vida y en la de personajes que ennoblecías cuanto más se estrellaban contra los filos de un destino en constante derrumbamiento, es de justicia que seas recordado: el imaginario literario que recreaste en el Savoy es propio de un genio. Ese purgatorio que extrajiste del aguachirle de unos cubos de hielo derretidos en restos de tónica, ceniza, lágrimas y ginebra, resulta ya tan familiar y querido, tan humano y entrañable, que nos sentimos dentro de él inmersos, como los personajes de Noctámbulos.

Quien te dedicó en este periódico Hopper: estética y moral (13/01/2013) concluía afirmando que "Nighthawks/ Noctámbulos/ Halcones nocturnos" era un cuadro digno de ser escudriñado por el genio de José Luis Alvite. En un universo paralelo, Eligio es el reverso del bar representado en Noctámbulos y en cierta medida de tu Savoy. Eligio solo abre hasta las cuatro de la tarde pero con todas las puertas y ventanas cerradas para conservar el calor de la salamandra en invierno, la fresca sequedad del granito en verano y la intimidad siempre en evitación de la fealdad de fuera. En su simetría golfa, Eligio y Savoy completan el círculo mágico noche-día de quienes se salvan de la vulgaridad de triunfitos. En Eligio solo se admiten personas con cicatrices interiores bien visibles o que hayan pasado, como mínimo, cuatro años en La Lama. Verbigracia, a Jacobo y a Rafa, que solo estuvieron tres, no los dejan entrar. A Anxel Vence, que pasó cinco, sí. Sucede que si en Eligio es difícil entrar más complicado es salir.

Tus artículos más logrados fueron los que amenazaban ruina desde el arranque. La galanía en la expresión fallida es resolverla con una frase de ingenio o una metáfora inigualable. En algunas columnas, de entrada insalvables, aparecía de repente, en la esquina de una línea hasta entonces malograda, una metáfora o un adjetivo diamantinamente biselado que nos iluminaba agavillando el fulgor de un rompimiento de gloria tan oportuno que solo Dios -o tú, viene siendo lo mismo- podía lograr. Fucking trapecista sin red. Escritor en guerra contra ti mismo, había que verte salir airoso de situaciones en que quedabas acorralado en una página infumable, cien veces repetida, pero que resolvías in fine exprimiéndola por la tangente inesperada.

Cuervo sabio y mágico que con mirada vivaz y negra desnudaste las almas que te atraían. Nadie -ni Bukowski- ha sobrevolado como tú las escombreras del dolor. Almas de femenina viscosilla, de cardados apestando a laca, de rímel escurrido por las lágrimas, de piernas tatuadas en pus por la heroína, de almas que olían a ceniceros llenos y a vasos y monederos vacíos, trepidantes de lujuria triste y mira mi brazo tatuado. De almas que mucho comprendo porque se parecen a la mía. Y la verdad de mi alma es esta: siempre tuve muy claro que no nací para pastelero, nací para lo que soy, nací para justiciero. Dicho por lo fino; en realidad, nací para asesino. Lo de escribir, mal y poco, es una coartada que me sirve para vivir bajo otro nombre.

Y si no tuviera en estos momentos el corazón maduro de la tristeza amarga que siento al despedirme de ti, Joe, intentaría relatar con gracia lo que me ha traído hasta aquí. Sin embargo, hay una distancia de sospecha entre la sociedad y yo, una injusta presunción de maldad para conmigo, agrandada por el hecho de que asesiné a mí madre. Y en justicia, no es así. A una madre no se la mata por cualquier cosa, no, a una madre se la mata, sí, cuando hay poderosas razones. No te las confesaré, empero.

Dos horas después del crimen estaba en Portugal con trescientas mil crudas pesetas en los calcetines y una pistola fulgente en la sobaquera. Todo ello regalo de mi abuela materna -Doña Luz Martínez-Ávila y Ladrón de Guevara- que asaz conocía mis razones. A pesar de los apellidos, Luzbela era la única persona de mi entorno que me hablaba en gallego, o en francés, nunca en español. En una ocasión en que me habían castigado en el colegio por una trastada me llevó de vuelta, exigió que se presentara la madre superiora y mirándola fijamente le espetó una sola palabra (que fue asimismo con la que injurié a mi madre al asesinarla): !Landra¡ Regresando a casa, me dijo que habían sido amantes antes de la guerra, en Barcelona, y pistoleras de la FAI hasta que pasaron a Falange pues las chicas eran más guapas y los chicos también. Mi abuela Luzbela me dio asimismo una carta de recomendación para un amigo suyo, de Vigo, temerario bebedor roqueño, bujarrón activo reconvertido en el hampa de Rotterdam, del que sigo sin saber por qué carajo llamaban Pépin le Français. Este me proporcionó documentación (a nombre de J. J. R. C.) y enseñó las bases de la compraventa atinada de libros antiguos, noble oficio del que vivo, en parte, sin necesidad de explotar a las mujeres como hace casi todo dios en Galicia. Pépin le Français también quiso darme por detrás pero tanta generosidad me pareció excesiva. No obstante, a pesar de mi negativa, o precisamente por ello, me introdujo en el medio de los mercenarios.

Con el paso de los años, además de ejercer de librero avisado, me convertí en asesino profesional. Pero no soy un asesino cualquiera; la primera vez asesiné por odio; después, de manera altruista: aunque cobrando, sólo mato mujeres adúlteras. Si son esposas de marineros, hago el trabajo gratis. Adquirí cierta nombradía en este oficio de tinieblas -Follanski von Patos es mi nombre de guerra- soy respetado y escrupulosamente respetuoso con los términos de los contratos. Me buscan las policías de todos los continentes y sé que acabaré cosido a balazos. En Navidades acudo de incógnito a Eligio por mor de echar unas risas con los amigos, todos de mi marginal condición.

El otro día Pépin Le Français, muy mayor y chocheando, insinuó que vivo en pleno delirio, que nunca maté a mí madre y que hago una substitución alucinada entre madre y Galicia. Le metí dos tiros, claro, porque cuando se tiene poder, tener además razón es un abuso. Mi versión de los hechos es completamente verídica y verificable. Gané con mis asuntos algún dinero y abrí en Rotterdam un bar al estilo de Noctámbulos en el que estoy escribiéndote este homenaje a modo de obituario. Te envío fotografía, soy el tipo que está de espaldas.

Sé que sabrás comprenderme porque de tu personalísimo universo, de tu aspereza sentimental, brotan aun ahora metáforas sembradas de pugnantes imágenes reinterpretando, sin hastiar jamás, el relato arquetípico del desamparo del ser humano, de nuestra esencial soledad, el mejor antídoto contra la soberbia, el mejor camino para reírse de uno mismo seriamente sin la mínima concesión al patetismo. Tus maldiciones de oro, la dignidad de los derrotados, como yo, la precisión navajera de una prosa apoyada en un ritmo perfectamente acordado, alado, revitalizado gracias a una respiración sin altibajos con una fuerza tal que imprime inconfundible carácter a todo cuanto escribiste, constituyen, qué duda cabe, la impronta de fuego de la zarpa arcangélica, luciferina, del escritor por naturaleza. Tus columnas de hace veinte años, José Luis, están más frescas que el periódico de mañana gracias a la prosa irreverentemente faldicorta y paradójicamente macho, esquinera sin trampas, escrita con los trazos poderosos del urbanita capaz de hacer brotar de su anarquía hidalga artículos conmovedores en la valleinclanesca alba gallega.

He abandonado toda ilusión y perdido la esperanza en el ser humano, solo me queda, maestro, puto genio golpeado sin piedad por los besos tullidos de noches desdentadas, cierto sentido de lealtad para con los perdedores y la admiración que siento por ti.

*Economista y matemático