¿Cuáles son las consecuencias que tiene la abdicación para don Juan Carlos? El Gobierno, tarde y mal, comienza a mover ficha, rasgándose las vestiduras sorprendido de que la Familia Real no esté aforada ante el Tribunal Supremo, y dando por hecho que a don Juan Carlos, tras la abdicación, le sigue protegiendo la inviolabilidad por actos realizados durante su reinado.

Al día siguiente de ser proclamado Rey Felipe VI, don Juan Carlos se convierte en simple miembro de la Familia Real (art. 1 del Real Decreto 2917/1981). El primer problema con el que se podría enfrentar es que el juez Castro le llame a declarar como testigo, ya que solo están exentos de este llamamiento judicial "el Rey, la Reina, sus respectivos consortes, el príncipe heredero y los regentes del Reino" , aunque, eso sí, podría testificar por escrito (arts. 411 y 412 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal).

El segundo problema es que no está aforado, es decir, de ser sometido a juicio, civil o penal, sería juzgado por el juez o tribunal correspondiente, ya que la ley orgánica del Poder Judicial no incluye a los miembros de la Familia Real en la lista de cargos cuyo enjuiciamiento se reserva al Tribunal Supremo. Seguramente esto es así, por dos razones. Una, porque no se concebía que un miembro de la Familia Real tuviese que pasar por un trance judicial. La otra, porque el aforamiento se realiza para juzgar altos cargos por actos realizados en el ejercicio de sus funciones y la familia Real, salvo el Rey o el regente, no son cargos públicos y estos están protegidos por la inviolabilidad. Lo cierto es que, dada la sociedad mediática en la que vivimos, parece lógico que los ex reyes, así como la consorte del Rey, tengan ese aforamiento, e igualmente y con mayor motivo el Príncipe heredero.

Sin embargo, el blindaje del ex-Rey no estaría en esta medida, sino indirectamente, en el actual modo de nombramiento, muy politizado, de los magistrados del Tribunal Supremo, que garantiza un tribunal amable para la persona en cuyo nombre durante tantos años administraron justicia. Pero, sin duda, la verdadera impunidad resultaría de una interpretación extensiva de los efectos de la inviolabilidad regia. Y este es el tercer y más delicado problema.

La cuestión es controvertida y necesita de una reflexión, porque la vicepresidenta ya se ha apresurado a decir que al Rey solo se le podría juzgar por actos realizados por él tras la abdicación, pero no durante su reinado. La afirmación la fundamenta en que la Constitución establece que "la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados, careciendo de validez sin dicho refrendo" (art. 56.3). Es raro que no haya añadido a favor de su tesis que los diputados y senadores también gozan de inviolabilidad (art. 71) y que los reglamentos parlamentarios extienden los efectos de esa garantía en el tiempo, de manera sus señorías gozan de inviolabilidad "aun después de haber cesado en el cargo", lo que significa que nunca se les podrá exigir responsabilidad por dichas opiniones, ni siquiera la incoación de un procedimiento. El paralelismo, sin embargo, no sería conforme con nuestra norma fundamental.

La Constitución, siguiendo la tradición parlamentaria, reconoce la inviolabilidad de diputados y senadores para proteger la función que desarrollan, no para privilegiar a la persona que la realiza. Si la función de un diputado es expresar con libertad sus ideas dentro del parlamento, es coherente que se proteja esa libertad, garantizándole que no va a ser perseguido por ello cuando deje el escaño; de lo contrario, podría autocensurarse ante el miedo de una persecución futura, padeciendo su función representativa. Como se trata de una excepción al régimen general, la Constitución limita la inviolabilidad a las opiniones manifestadas por los parlamentarios en el ejercicio de sus funciones y, además, el Tribunal Constitucional ha dicho que esta prerrogativa ha de interpretarse de manera restrictiva, de lo contrario sería un privilegio.

Tratándose del Rey, la inviolabilidad alcanza a cualquiera de sus actos, sean privados o ejercicio de funciones constitucionales. En este último caso, se hace responsable de sus actos el órgano que los refrenda. Pero hay actos del Rey, como una imprudencia temeraria al volante, que no tienen refrendo, pero que tampoco de ellos él es responsable, porque "la persona" del Rey es inviolable. En la tradición monárquica esta garantía se concibe como un privilegio de quien ostenta el poder por la gracia de Dios. Incluso se habla en las constituciones monárquicas españolas de la "sagrada persona" del Rey. Sin embargo, la interpretación de una Constitución democrática como la de 1978 no puede regirse por este criterio y ha de buscarse una interpretación funcional de la inviolabilidad del Rey, incluso cuando está atribuida a su persona. La explicación ha de hallarse en que en la monarquía la persona del Rey encarna la unidad y permanencia del Estado. El jefe del Estado no es el Rey, sino que "el Rey es el jefe del Estado" (art. 56.1 CE). El Rey es Rey las veinticuatro horas del día y la Constitución ha vinculado la garantía de la inviolabilidad a su condición de Rey y no a sus funciones más específicas como Jefe del Estado en relación con los otros poderes del Estado. Esta mixtura de la persona del Rey con la Jefatura del Estado es evidente en la denominación del Título II de la Constitución, que no es "De la Jefatura del Estado", sino "De la Corona". Por tanto, es necesario interpretar que la atribución de la inviolabilidad a la persona del Rey también ha de concebirse funcionalmente, como en el supuesto de los parlamentarios, pero en este caso con la finalidad de dotar de una potente estabilidad institucional a la Jefatura del Estado, protegiendo judicialmente de manera absoluta a la persona que la encarna.

La cuestión está en si cabe interpretar, como sucede con los diputados, que la inviolabilidad del Rey es una exención de responsabilidad que dura "aún después de haber cesado en su cargo". La respuesta es no, porque, como se ha dicho antes, en el caso de los diputados esa duración ilimitada en el tiempo está justificada para amparar el libre ejercicio de su función parlamentaria, que podría verse condicionado si el diputado temiera ser procesado o demandado por ello. En cambio, la protección de la persona del Rey es para amparar su función de símbolo y representación de la unidad y permanencia del Estado, que se basa en la ejemplaridad de su conducta personal. Para que durante el reinado no se cuestione el ejercicio de esta función, la Constitución impide que se le exija al Rey responsabilidad alguna, presumiéndose así que su conducta es intachable. Pero lo impide precisamente para garantizar esta función, no para que durante su reinado el Rey actúe impunemente, sin temor a ser sometido a juicio por ello tras su abdicación o incapacitación. En este caso la inviolabilidad del Rey dejaría de ser una generosa prerrogativa, para constituir un intolerable privilegio, tan grato a un Rey licencioso como perjudicial para las funciones que la Constitución reserva a la Corona.

* Catedrático de Derecho Constitucional