Todo es falso, postizo, chabacano y tramposo, pero la musiquilla que recorre la película es una invitación a la felicidad

Anteayer fui a ver Ocho apellidos vascos con mis hijos. Mucha gente se pregunta cuál es el secreto del éxito de esta película -la más taquillera del cine español, por lo que cuentan--, pero no sé si alguien ha reparado en el hecho elemental de que es una película pensada y concebida para toda la familia: abuelos, padres y nietos, o padres e hijos, o en cualquier caso un grupo grande de amigos y conocidos. Gente, mucha gente. El cine era en sus inicios un fenómeno de masas, cosa que puede atestiguar cualquiera que tenga más de cincuenta años y haya visto las colas que se formaban con las películas de Hitchcock o Billy Wilder o David Lean (yo recuerdo las largas colas en el Borne para ver Doctor Zhivago o La hija de Ryan). Y de algún modo, Ocho apellidos vascos ha recuperado esa tradición: un cine para todo el mundo. Y por supuesto, un cine hecho contra los cinéfilos y demás especies de lunáticos y de obsesos intelectualoides. Porque me dio la impresión de que no había en la sala una sola persona que hubiera ido sola a ver la película. Es decir, ni un solo cinéfilo solitario, de ésos que están en un rincón de la sala, cabizbajos y medio enroscados sobre sí mismos, como si se retorcieran por una inexplicable tensión interior (sé de lo que hablo porque he sido uno de ellos).

Pues no, para nada. Todo el mundo había ido acompañado a ver la película. Y todo el mundo, además, devoraba grandes cucuruchos de palomitas, bebía refrescos y coreaba los chistes -muy malos, o peor aún, malísimos-- con grandes risotadas que retumbaban mucho más que los altavoces de la pantalla. Pero a los diez minutos de estar en el cine, yo también comía palomitas y me reía a carcajadas, aunque los chistes no me hacían ninguna gracia y la película era mala de cojones, ahí va la hostia, pues, por decirlo con la sutil elegancia con que se expresa el padre vasco de la novia, el aita, el pescador de los ocho apellidos vascos. Por cierto, el actor Karra Elejalde actúa de forma extraordinaria, y hay un momento en la película, cuando le cuenta a su futuro yerno cómo ha estado peleando con un atún en alta mar, que es puro delirio a lo Moby Dick. Y aquí hablo en serio. La película es mala y los actores son muy flojos, pero Karra Elejalde hace un papel memorable. Y repito que lo digo muy en serio.

La película tiene otro secreto: su innegable apuesta por la felicidad. En los años de la Gran Depresión, lo que más gustaba a la gente era ver a Fred Astaire bailando claqué con su sombrero de copa, o las mansiones porticadas de los millonarios que protagonizaban, por ejemplo, Historias de Filadelfia. Es normal que sea así. En momentos de desánimo y de pesimismo, nadie va a gastarse ocho euros -si se trata del domingo-- para ver una historia deprimente sobre enfermos terminales o sobre fábricas que cierran y mandan a una familia al paro. Y Ocho apellidos vascos, que es -insisto-- una película malísima, en la que hasta los actores sevillanos que hacen de sevillanos (el Culebra y el Cabeza) lo hacen rematadamente mal, tiene una ligereza y una especie de bonhomía que te invita a pensar que las cosas van bien y que nada en el mundo podrá impedir que vayan bien. Todo es falso, postizo, chabacano y tramposo, pero la musiquilla que recorre la película es una invitación a la felicidad. Y a ratos, en algunos instantes esporádicos, hasta se aparece en la pantalla el espíritu de aquellas maravillosas películas de los años 30 de Jean Renoir. Y eso que estoy seguro de que los guionistas de la película no tienen ni idea de quién era Jean Renoir. Ni falta que les hace.

Y otra cosa más que ha garantizado el éxito de esta película. Se burla de los nacionalistas vascos obsesionados con la pureza identitaria, y se burla de los "rancios" andaluces obsesionados con su no menos absurda pureza identitaria. Y eso nos viene muy bien a todos. Estamos ya tan hartos de todo esa matraca identitaria de las Asambleas nacionales y de las monjas de los prodigios y de las banderas españolas y de las banderas catalanas y de las ikurriñas, que nos viene muy bien mandarlas a todas al lugar que se merecen. Y una última cosa: hay quien ha criticado la película por "banalizar el mal" de los cómplices de ETA. No es verdad, ya que en esta película los partidarios de los etarras salen retratados como simples idiotas. Y después de años y años de mitificarlos por miedo o por secreta admiración o por temor a caer en lo incorrecto, ya era hora de decir muy claro lo que en el fondo siempre han sido.