El inminente fin de las cuotas marcará la completa liberalización del sector lácteo. Los ganaderos gallegos dejarán de tener limitada la producción y deberán competir en calidad y precio con la leche procedentes de todos los países de la UE. Es un hecho irreversible. De nada sirve discutir sobre lo acertado o inadecuado de la supresión de este mecanismo proteccionista. Los granjeros nórdicos, estimulados por sus gobiernos, preparan sus explotaciones para aumentar de tamaño y conquistar mercados. Los de aquí, desorientados, no saben a qué atenerse y a sus dirigentes les preocupa demasiado obtener ayudas compensatorias para aliviar el trago. Esa diferente actitud explica en parte el porqué de la postergación de la comunidad en el campo y en tantas otras cosas.

Queda justo un año para que los ganaderos gallegos empiecen a competir sin red con el resto de integrantes de la UE. Desaparecen las cuotas, un instrumento creado para adecuar la oferta a la demanda y evitar situaciones de abundancia que tiraran los precios en origen. El cambio va a ser delicado. Pese a los avances impulsados en las últimas décadas, como no se hagan bien las cosas existe un alto riesgo de derrumbe. Ni los dirigentes ni los campesinos gallegos parecen haber asumido el decisivo giro que los aguarda. Algunos incluso viven en la temeraria confianza de que la abolición no llegue a aplicarse. Mientras, los granjeros de los países escandinavos y centroeuropeos llevan tiempo preparándose para dar el salto. Ya eran fuertes y han apurado al máximo los resquicios del marco todavía vigente para serlo aún más.

El suministro a la industria viene desplomándose sin que a nadie le preocupe atajar sus causas. De mano, España y Galicia parten en desventaja para la lucha: el resto de naciones tiene excedentes y aquí la producción sólo cubre el 70% de las necesidades del país. De modo que hay margen para crecer en el mercado interno. El consumo se sitúa en torno a los 9,5 millones de toneladas al año en toda España, mientras la cuota apenas supera los 6,2 millones. Galicia tiene un cupo de 2,3 millones de toneladas, el más alto de España con el 38% del total, pero con los precios en origen más bajos de todo el Estado. Muchos ganaderos andan todavía endeudados por el gran esfuerzo de modernización que han tenido que realizar. No solo por inversiones en tecnología o en genética, sino también para adquirir precisamente cuotas que ahora nada valen.

Este mecanismo intervencionista tiene defensores y detractores. Para los críticos, cercena la posibilidad de los agricultores de ampliar horizontes. Para los partidarios, protege a regiones con dificultades añadidas por su orografía y la falta de pastos del tamaño adecuado. La realidad es que después de treinta años de aplicación de un régimen tan desincentivador las explotaciones gallegas son mejores, pero han quedado reducidas a la mínima expresión. A día de hoy, continúan en activo poco más de 11.000 granjas, un tercio de las que había en el año 2001 y la mitad de las existentes en España. Son 62.000 menos que hace veinte años. Por eso tampoco faltan quienes ven en lo que está ocurriendo una operación de las potencias lecheras que persigue desmantelar el tejido productivo nacional con subvenciones públicas para colocar aquí la sobrecapacidad de sus fábricas.

Los mercados de materias primas son muy sensibles. Persiste una incógnita fundamental sobre el panorama que quedará a partir de abril de 2015: los dispositivos previstos para evitar que los desplomes o las acumulaciones de "stocks" ocasionales hundan el sistema, de los que nada se ha hablado. Las ganaderías ya no son una renta complementaria de otros ingresos, como en la vieja economía agraria regional, sino el modo de vida de más de 10.000 familias gallegas dedicadas por entero a los establos, un sector que ocupa de forma directa e indirecta a más de 60.000 personas en la región.

Desde la misma negociación de ingreso en la UE a la leche le tocaron sacrificios. Lo prioritario era salvar el aceite y los cítricos. La marginación del campo, el error de tratarlo como algo residual, la miopía sobre su potencialidad y las enormes trabas al asentamiento en el medio rural, que acaban convirtiendo en "robinsones" a quienes deciden no emigrar a las ciudades, explican la paradoja de haber renunciado a expandir un sector que simplemente atendiendo al consumo en territorio propio contaba con márgenes para crecer.

Uno de los principales hándicaps del sector gallego es la falta de ordenación del territorio. El campo necesita una reforma agraria en profundidad. No puede haber tanta tierra improductiva. Alemania o Francia la acometieron hace siglos. Otro inconveniente es nuestra situación geográfica, alejados como estamos en la periferia peninsular. Somos productores, tenemos conciencia de tales, pero no de exportadores. Hay una vocación ganadera muy arraigada, pero falta mentalidad industrial. Galicia debería apostar más por la exportación para poder competir en el futuro con países a la vanguardia del mercado lácteo en Europa, que han reforzado el suyo con grandes inversiones en los últimos años. Hay que reconquistar el mercado interno y aspirar a posicionarse en el externo, que a menudo paga mejor. Los competidores -Francia, Alemania, Dinamarca y Holanda, sobre todo- desembarcan aquí y compran el poco tejido industrial para operar a sus anchas.

Pese a los avances, Galicia sigue padeciendo problemas de competitividad y liquidez, así como de modernización de sus explotaciones, un proceso que ha quedado aparcado con la crisis y la supresión de ayudas oficiales. El principal problema radica en un sector industrial poco competitivo, una distribución que no genera valor y una administración con una eficacia bastante discutible. Los ganaderos tienen que ser más eficientes en la alimentación de sus reses con recursos propios. Los costes de producción siguen siendo muy elevados, con excesiva dependencia del exterior para el sustento de las granjas.

El fin de las cuotas es una amenaza, pero tiene que representar también un estímulo. Porque hay otra cara. Nadie puede negar que el campo gallego ha dado un giro espectacular. Lo lamentable es que los cuantiosos fondos de que dispuso fueran destinados a cuidados paliativos y a menesteres accesorios antes que a reformar sus estructuras y a subsanar de raíz los verdaderos males que impiden levantar una infraestructura de producción agrícola sólida y eficiente. De su fortaleza depende en gran parte la pervivencia de la Galicia interior, asolada más que ningún otro territorio por el éxodo poblacional, el envejecimiento y la falta de alternativas laborales. En el rural pontevedrés, la relevancia láctea de las comarcas de Deza, con 2.621 granjas, y de Tabeirós-Montes, con 876 explotaciones, que producen el 99% de la leche de toda la provincia, evidencia lo que se juegan en el nuevo escenario.

Queda mucho por hacer: apuntalar a las personas con iniciativa, dejar de desanimarlas con requisitos inútiles, poner en valor allá donde sea necesario la calidad gallega y facilitar las exportaciones. Hay carencias lacerantes en promoción y en comercialización. Pero la región puede presumir de ganaderías transformadas, de una cabaña que rinde y de razas autóctonas extraordinarias, también en carne.

La industria agroalimentaria cuenta con un prometedor futuro ante unos consumidores exigentes que otorgan un valor primordial a los alimentos sanos y naturales. Casi todos los emprendedores que han decidido arriesgarse en aventuras relacionadas con el campo han salido adelante, aunque todavía son pocos. Con mimbres así existen muchas posibilidades de competir en los mercados.

En riqueza de productos y en medios técnicos Galicia dista mucho de la tierra irredenta y subdesarrollada que describieron los cronistas foráneos del siglo XIX. Tampoco va hoy a la zaga de los países nórdicos. La distancia es de mentalidad. Unos se anticipan y corren; otros esperan como si nada fuera a pasar hasta que los acontecimientos los atropellan. El sector lácteo gallego debe ponerse a correr ya.