Con Anthony Quinn como protagonista principal, siendo yo adolescente tuvo bastante éxito la película "Los dientes del diablo" (el título en inglés, literalmente "Inocentes salvajes", constituía una declaración de principios). La cinta presenta una aventura dramática que se desarrolla en el mundo de los inuits (o esquimales, que significa "comedores de carne cruda") al entrar en contacto con la civilización. Entre sus tradiciones de hospitalidad, los inuits tenían la de ofrecer al viajero, además de protección, la propia esposa. Un misionero que encontró refugio en el igloo de Ikuk/Quinn rechazó tercamente el agasajo. Ikuk tomó el rechazo por una ofensa para con su pareja y golpeó al misionero que acabó fiambre. El pobre hombre era duro de mollera pero no de cráneo.

A pesar de la mojigatería de la época no me consta que ninguna persona de mi entorno juzgara negativamente el comportamiento de Ikuk ni el del misionero. Creo que casi todo el mundo comprendió que cada uno estaba en su lugar. Canadá albergaba en sus diferencias culturales tanto al inuit Ikuk como al policía -Peter O'Toole- que acabó apresándolo para finalmente liberarlo sin entregarlo a los jueces. "De los dientes del diablo" lo que nos chocó fue la brutal "eutanasia" al abandonar en la mortal intemperie polar a los ancianos improductivos por ser una boca más que alimentar y una carga en los desplazamientos de la familia.

Rosalía de Castro no encontró tanta comprensión cuando publicó en El Imparcial -28 de marzo y 4 de abril de 1881- 'Costumbres gallegas'. Rosalía relataba la antigua y hospitalaria tradición gallega, no sé si vigente aún en la época, de hacer entrar en calor al náufrago rescatado metiéndole en la cama a alguna mujer de la casa del socorrista. Los celadores del regionalismo gallego, ya apuntaban maneras los comisarios políticos, pusieron de chupa de dómine a Rosalía por desvelar tan horribles secretos al resto de España desde las troneras de Madrid. La fulminante reacción de Rosalía de Castro -documentada en el ensayo de Salvador de Madariaga "Mujeres españolas"- fue romper la relación con el sectario entorno cultural de su marido, Manuel Martínez Murguía, e incluso con la lengua gallega como vehículo literario. Que, por otra parte, no le suponía ningún problema toda vez que su mejor obra, "En las orillas del Sar", la escribió en español. En carta a Murguía, fechada en Lestrove el 26 de julio de 1881, dejó las cosas claras: "Ni por tres, ni por seis, ni por nueve mil reales volveré a escribir nada en nuestro dialecto (.)". Dicho y hecho. Rosalía murió en 1885 sin haber vuelto a escribir en gallego.

No quiero pensar lo que le habría caído encima a la poeta más emblemática de Galicia si hubiera revelado otra costumbre que en algunas zonas gozaba de gran popularidad entre los herederos impacientes. En consonancia con el genio de nuestro pueblo, no conozco crimen más perfecto ni eutanasia más compasiva para resolver lo que púdicamente llaman en distintos lugares "conflicto generacional". El aguardiente, el bueno, siempre fue caro en Galicia, su uso se reservaba más como remedio para combatir malestares que como fuente de embriaguez. Pero cuando la vieja, dueña de casa y leiras, empezaba a estorbar en su doliente inutilidad, como los ancianos inuits, un día de intenso calor le daban copita tras copita de la codiciada ambrosía para posteriormente ponerla a freír al sol con las venas llenas de orujo. No se salvaba ni una; estadísticamente, el viejo había muerto antes sin necesidad de gastar aguardiente.

Quizás Adolfo Bioy Casares tuviera ascendencia gallega. En su novela "Diario de la guerra del cerdo", ambientada en Buenos Aires, narra una especie de conflicto generacional simbolizado por la violencia de comandos de jóvenes que atentan contra los viejos, designados "cerdos".

Me vinieron a las mientes estas cosas al leer el otro día las previsiones del INE que confirman el panorama escalofriante del declive demográfico, auténtico invierno, helado como el país de los inuits, que se ha abatido sobre España en general y Galicia en particular.

Las consecuencias del invierno demográfico son múltiples. La más evidente es el envejecimiento de la población. En esas circunstancias ¿cuántas mujeres habrá en edad de procrear? ¿Cuántos niños tendrán? Soslayando la inmigración, cuyo impacto no siempre es virtuoso, el envejecimiento conduce al despoblamiento: cuanto más envejecida esté la población mayor es la probabilidad de morir. En Galicia, por ejemplo, los fallecimientos dominan a los nacimientos. Asimismo, el declive demográfico conlleva un aumento de la proporción de personas mayores dependientes de la fracción activa de la población. Lo cual equivale al colapso previsible del Estado del Bienestar, montado en la euforia de las vacas gordas. Las cosas van a complicarse aún más habida cuenta que la esperanza de vida aumenta pero a costa de un sistema de salud y pensiones que detrae medios de otros fines y necesidades sociales. De consuno, al subir la proporción de personas mayores en el electorado, los políticos se sienten inclinados a privilegiarlas respecto a los jóvenes que pesarán cada vez menos electoralmente. La sociedad entrará en una espiral de desequilibrios violentos, conflictos generacionales de subsistencia, entre los segmentos jóvenes y viejos de la población. El espectro de la eutanasia masiva, salvaje, justificada ideológicamente, no anda lejos.

Así se entiende mejor que, según los datos del INE, hayan emigrado de España, en el primer semestre de este año, siete centenarios. Auguro un gran futuro a los fabricantes de aguardiente.

*Economista y matemático