A Jacobo Fontán

Con la Ley Concursal de 2003 se instaura en España un sistema moderno y unitario para los Concursos de Acreedores. Piénsese que, entre otras disposiciones, deroga la Ley de Suspensiones de Pagos que arranca de 1922. No obstante, todavía no satisface las necesidades de los profesionales, empresarios individuales ni de las sociedades de capital de base familiar. Sin embargo, en un país como España, este tejido empresarial es fundamental para irrigar la economía.

El deterioro de la situación económica general ha dado lugar a varias reformas de la legislación sin que la opción del Concurso sea una solución aceptable para las personas físicas y pymes como, en cambio, lo es para las demás personas jurídicas de mediano o superior tamaño. Una actualización de mayor envergadura se quiso alcanzar con la Ley 38/2011. Las elecciones generales de entonces aceleraron la tramitación de esta Ley de forma tal que, si bien resuelve algunos problemas, ha creado otros. Proponemos en este artículo una reforma un tanto provocadora, quizás para algunos incluso escandalosa, invirtiendo completamente un principio que inspira la Ley Concursal: cuando el pequeño empresario ejerce su actividad de buena fe el cobro de sus préstamos a la empresa no deben estar subordinados a las obligaciones para con el Estado. Entendemos por pequeño empresario, en todo lo que sigue, las arriba mencionadas personas físicas y pymes.

La Ley Concursal no sólo concede el derecho sino que obliga a solicitar el concurso antes de que transcurran dos meses desde que la empresa esté en situación de insolvencia o vaya a estarlo de forma inminente. Las consecuencias por no hacerlo afectan directamente a los Administradores en el sentido de que, en caso de no instar el Concurso, o bien lo haga un tercero legitimado, responderán personalmente y de forma ilimitada por los impagos.

Por otra parte, el empresario individual es siempre responsable con su propio patrimonio y, en su caso, con el ganancial si la esposa, en este régimen de matrimonio, no pide la disolución de la conocida como "sociedad de gananciales". Y si la empresa familiar reviste la forma de sociedad mercantil (ahora "sociedades de capital" en la terminología de la Ley de Sociedades de Capital del R. Dto. legislativo 1/2010), las responsabilidades se limitan al neto patrimonial de la empresa. Lo que suele ocurrir es que bancos y, en general, financiadores tanto públicos como privados piden garantías y avales personales. De esta forma la responsabilidad limitada de las sociedades se extiende a la ilimitada de sus socios mayoritarios, administradores, etc.

Todo lo anterior es discutible pero asumible. Empero no resulta tan inteligible desde el punto de vista de la racionalidad económica, y menos en situación de crisis, que haya obligación de instar el Concurso cuando se da impago de obligaciones tributarias (IVA, retenciones por IRPF de trabajadores, etc.) o las cuotas de Seguridad Social durante tres meses.

En el supuesto de empresas societarias, los demás acreedores están en mejor disposición de aceptar, en la fase de convenio, las quitas y esperas que les permitan cobrar sus créditos en lo posible y, en este caso, aquí terminan las deudas de la concursada e inicia una nueva oportunidad de sobrevivencia. La vocación de la Ley Concursal es la de asegurar la viabilidad de la empresa y solo en el caso de inviabilidad técnica, o por liquidación, asegurar el pago de los créditos de los acreedores, en lo posible, según las prioridades establecidas: créditos privilegiados, créditos ordinarios y créditos subordinados. Si se trata de un concursado persona natural, las dificultades de alcanzar un convenio, que asegure la viabilidad del negocio o de su actividad económica habitual son mayores, puesto que responde con todo su patrimonio presente y futuro en los términos del artículo 1.911 del Código Civil. Además, en el caso de empresas societarias de base familiar, los créditos de las personas especialmente relacionadas con el concursado tienen carácter de subordinados, pues son los últimos que se cobran.

En los supuestos de dificultades fortuitas, la tendencia general es la de acudir al propio patrimonio particular, o al de los familiares más allegados, para satisfacer las deudas derivadas de la actividad profesional o de la empresarial. Si con ello, finalmente, no se evita la declaración del concurso, entonces el empresario, sus familiares más allegados, los administradores y los principales socios tienen elevadas probabilidades de no ser resarcidos por su mero intento de obviar un concurso que se ha acabado revelando como inevitable.

En la Ley de Emprendedores, de próxima remisión a las Cortes, se protege la vivienda del emprendedor, excepto ante Hacienda y la Seguridad Social. La Ley Concursal (art. 56) ya protege el local de negocio o de actividad y los medios de trabajo frente a un posible embargo. En este sentido, para el caso de profesionales (abogados, médicos, ingenieros, economistas etc.) protege más si se desarrolla la actividad en el propio domicilio.

A día de hoy, los concursados personas naturales carecen de la misma nueva oportunidad que la ley propicia para las personas jurídicas. En cierto sentido, tal discriminación no favorece la neutralidad de los poderes públicos ante el comercio libre ejercicio por persona natural o mediante la empresa societaria. Y la superación de tal discriminación no la resuelve la anunciada Ley del Emprendedor; por lo que será necesaria una nueva reforma de la Ley Concursal o, alternativamente, el establecimiento de un procedimiento para personas naturales mediante una ley específica. Tal carencia también se puede superar con la profundización de la mediación en asuntos civiles y mercantiles, tal como ocurre en otros países.

Diferencia entre rentista-inversor y empresario según el riesgo

La diferencia fundamental entre rentista-inversor y empresario, dicotomía que no excluye el disfrute anexo de rentas por parte del segundo, es que el primero puede reducir prácticamente el riesgo de sus inversiones a cero pero el empresario, no.

En finanzas, el inversor para facilitar la comprensión y gestión del riesgo lo descompone en dos: riesgo específico y riesgo sistémico. El riesgo específico está relacionado con factores propios de la empresa en la que invierte, tales su salud financiera, sus decisiones estratégicas, la parte de mercado que controla, etc. Gracias a una gestión eficaz del riesgo, el específico puede reducirse a cero diversificando la cartera de inversiones. Las estrategias de diversificación son numerosas y variadas, las mejores siempre llevan asociadas las covarianzas negativas de las divisas de los valores en que se invierte, verbigracia, fuera de la zona euro para un inversionista español, además de la variación de sectores de actividad y zonas geográficas, por ejemplo, valores de diferentes plazas financieras dentro de la zona euro, junto con la combinación optimizada de valores de renta fija y variable. El riesgo específico es por tanto eliminable por diversificación.

El riesgo sistémico se relaciona con factores macroeconómicos exógenos e imprevisibles que el inversionista no puede controlar (evolución de la capacidad adquisitiva de la población, tasa de desempleo, inflación, tipo de cambio, tipo de interés, volatilidad de cursos de materias primas o cotizaciones de valores mobiliarios, problemas geopolíticos, etc.) Por definición, este riesgo no es diversificable. En consecuencia, el riesgo sistémico es el único que remunera el mercado. El mercado no remunera el riesgo específico por cuanto es nulo con una buena diversificación.

Contrariamente al rentista-inversor, el empresario encara -especialmente el pequeño empresario- además del riesgo sistémico, otros riegos no diversificables susceptibles de sintetizarse en tres categorías.

El riesgo económico se asocia, como su nombre indica, a la situación económica de la empresa, esto es, la que concierne a su actividad principal para obtener beneficios. En caso de dificultades económicas estos disminuirán y, normalmente, también lo hará la remuneración del empresario o del propietario por los derechos que otorga el capital a percibir los frutos de la actividad empresarial. El riesgo se concreta en caso de resultados negativos al producirse la erosión de capitales propios. En tal situación, todos los acreedores (Estado, organismos sociales, asalariados, proveedores, etc.) son prioritarios respecto al empresario que deberá contentarse con la liquidación. Paradójicamente para quien no es experto en estas cuestiones, los beneficios posteriores, de generarse, aumentarán el rendimiento del capital. Este punto es muy importante por cuanto indica a las claras que -ceteris paribus y dado el mismo nivel de beneficios- la rentabilidad de los capitales propios aumenta cuando disminuyen en valor absoluto. De ahí que el empresario tenga interés, en principio y otras consideraciones aparte, a que la actividad económica de la empresa se realice con el mínimo de aportación propia recurriendo a los recursos aprontados por terceros. Lo habitual es recurrir al endeudamiento o a los proveedores. Ahora bien, el endeudamiento no está exento de riesgos.

El segundo riesgo que encara el empresario, el financiero, corresponde al endeudamiento de la empresa. Cuanto más endeuda está una empresa -es decir, cuanto más recurre a los recursos aportados por terceros- mayor es su riesgo financiero. Evidentemente, los acreedores financieros pueden ser también el propio empresario.

El tercer tipo de riesgo, el más perentorio a corto plazo, se inscribe en la gestión de tesorería de la empresa. Si las necesidades de liquidez no se toman en cuenta pertinentemente en la planificación del presupuesto de tesorería, la empresa se arriesga a colapsar su actividad. La Ley Concursal determina diversos supuestos concretos en los que una empresa se encuentra legalmente obligada a solicitar el concurso, entre ellos si no puede cumplir regularmente con sus obligaciones de pago.

Fundamentos de teoría económica

George Akerlof fue galardonado con el equivalente del Nobel de economía por el estudio de la "Asimetría de información/ Information asymmetry" en los mercados de coches de segunda mano ("The Market for Lemons") La información asimétrica se da cuando en un contrato, u otra figura económica, una de las partes, digamos, el prestatario, dispone de mejor información que la otra, el prestamista. La pequeña empresa si por algo se caracteriza es por la asimetría de información que concierne a su actividad económica pues nadie, excepto el empresario, sabe muy bien como se toman las decisiones puertas adentro. Precisamente por ello las señales que emite tienen gran importancia en el exterior. Si el pequeño empresario presta dinero a su empresa es que confía en su viabilidad. Al proceder de esta guisa está manteniendo viva la dinámica del tejido económico. Merecería que se le estimulara en esa línea. Sin embargo, en caso de Concurso de Acreedores, el empresario, o sus familiares, que ha prestado dinero a su empresa es el último en cobrar. En estas condiciones pocos son los estímulos para que arriesgue su patrimonio más allá del capital inicial.

Nuestra propuesta consiste en que los préstamos del empresario a la empresa, más allá del capital inicial, deberían cobrarse antes que las deudas de la empresa para con el Estado. Y esto es así porque al caracterizarse la empresa familiar por la información asimétrica, el préstamo del empresario a la propia empresa genera confianza -fundamental en los momentos de crisis- en aras de mantener una dinámica económica proactiva facilitando de consuno la obtención de recursos externos que permitan seguir con la actividad económica. Es lógico que el préstamo a la propia empresa no sirva como simple señuelo y por tanto los recursos captados de terceros deben ser reembolsados antes que las deudas de la empresa para con el empresario. Cosa bien distinta son las deudas de la empresa para con el Estado: este debería ser el último en cobrar y no el primero, siempre que el Concurso no sea declarado culpable.

El Estado se ampara_en el riesgo moral

No solamente la pequeña empresa se caracteriza por disponer de información asimétrica, asimismo la tecnocracia estatal. Los economistas explican el "Riesgo moral/Moral hazard" como un caso especial de información asimétrica en que la parte más informada tiene un incentivo en tomar decisiones que perjudican a la otra parte. En nuestro caso concreto, el Estado, con sus enormes medios, sabe mejor que el pequeño empresario las consecuencias gravosas para este y benéficas para sí mismo, o eso considera, y toma mayores riesgos para terceros, esto es, para el pequeño empresario, de los que normalmente debería tomar. La utilización del término "moral" para describir la situación expuesta puede inducir a error. De hecho, no hay nada inmoral en el sentido habitual del término, simplemente, los agentes -incluido el Estado- actúan en función de los incentivos.

Pues bien, el Estado, lejos de proteger e incentivar por igual a todos los administrados, sesga en sus decisiones amparándose impunemente en el riesgo moral. Concretamente, en teoría económica se entiende por riesgo moral la situación en que una de las partes (en "Teoría de la agencia" se conoce como "agente") toma decisiones cuyas consecuencias desfavorables o costes incurridos son asumidos por la otra parte ("principal) Quiere decirse, las instituciones pueden tomar decisiones lesivas para terceros a sabiendas que el agente proponente -tecnócrata o funcionario estatal- no soportará las consecuencias

Adam Smith fue quizás el primero en utilizar el concepto de riesgo moral ("The Wealth of the Nations") para aplicarlo generalmente a la economía, específicamente a las sociedades por acciones. Venía diciendo Adam Smith que en estas empresas, contrariamente al pequeño empresario en la suya, los accionistas no siguen de cerca la marcha de los negocios, contentándose de los dividendos que la gerencia tiene a bien pagarles. Estos accionistas generalmente nunca arriesgarían su fortuna en una empresa familiar. Y añade Adam Smith: "[...] no es razonable esperar que los directivos de estas empresas, al manejar mucho más dinero de otras personas que el suyo propio, lo vigilen con el mismo cuidado que el que ejercen los socios de una empresa privada [...] En consecuencia, el manejo de los negocios de esas empresas se caracteriza en cierta medida por el desinterés y la prodigalidad."

Bajo este enfoque, es inconcebible que el Estado trate mejor al rentista-inversor que a la pequeña empresa familiar. Se constata además una chocante incoherencia en propugnar una cultura del emprendimiento al tiempo que se mantiene el Concurso de Acreedores en su forma actual.

El Estado impone coerción maltusiana a la empresa

Poniéndonos en la piel del tecnócrata conjeturamos que despliega el siguiente razonamiento. Llevar a buen término la actividad empresarial no depende solamente de la capacidad del empresario sino también de otros factores que el propio emprendedor no controla. Si bien se mira, si una empresa no lleva a buen término su actividad principal quizás no sea culpa del administrador sino la consecuencia crítica de las condiciones del mercado y de una cadena de impagos. En aras de romper dicha cadena, en opinión del tecnócrata-legislador, la Ley Concursal prevé una serie de requisitos que si se dan obligan al empresario a solicitar el Concurso de Acreedores. Si este se insta, en ciertas circunstancias afectará también a la responsabilidad personal e ilimitada del administrador respecto a las deudas de su sociedad. La imposición de la responsabilidad directa e ilimitada del administrador respecto a deudas de su empresa vendría a ser una medida coercitiva a través de la cual no se pretende otra cosa que evitar el agravamiento de crisis empresariales poniendo fin a la cadena de impagos. Así, considera el tecnócrata-legislador, la empresa que es incapaz de reembolsar el IVA durante tres meses -o las cotizaciones de Seguridad Social o las retenciones de impuestos debidas al Estado- no es intrínsecamente viable y antes o después será un eslabón más en la cadena de impagos.

Sucede que, con esta perspectiva, los agentes del Estado propugnan una política maltusiana tendente a tejer trama y urdimbre empresarial que por su solidez, por así decir, esté blindada frente al riesgo. Ahora bien, quedó dicho, el riesgo sistémico-macroeconómico no es diversificable lo cual lleva a crisis como la que estamos viviendo. La estrategia maltusiana puede retroactivar la cascada de quiebras al ir suprimiendo empresas que con buena voluntad, justificada por una situación que no provocaron, y quizás transitoria, podrían robustecer a su debido tiempo el mercado conservando de consuno conocimientos que en caso de cierre no podrán transmitir a las siguientes generaciones especialmente en el caso de empresas de base familiar. Ocurre, por el contrario, que la actuación en situación de riesgo moral del Estado, con el incentivo de cobros privilegiados que se autoasigna, acaba empeorando la crisis que pretende combatir alicortando in fine los vuelos incipientes del espíritu emprendedor.

Incluso aunque algunas empresas sean parcial y transitoriamente insolventes respecto a sus deudas para con el Estado, entendemos que no siendo el riesgo sistémico diversificable es el único que remunera el mercado. En el caso que exponemos, la remuneración implícita consistiría en no dejar prematuramente sin actividad a ciertas empresas convalecientes pero viables, a medio plazo, justificando el mantenimiento en vida asistida del tejido empresarial, sin coste directo ni subvencionado por el Estado más allá de ciertas deudas irreversibles, por los efectos virtuosos contra-cíclicos que la densificación reticular de la red empresarial tiene cara al futuro en cuanto repunte el crecimiento económico. Es inaudito que las empresas tengan la mano del Estado en la garganta cuando precisamente los bancos les cortan el oxígeno del crédito.

Resumiendo, los préstamos del empresario a su empresa no deberían tener carácter subordinado ni debería instarse concurso en plazo tan corto como el actual por las deudas para con el Estado. En este sentido, la Seguridad Social es mucho más conciliadora que la Agencia Tributaria abocada por asignación de objetivos a unas exigencias absolutamente fuera de lugar en las presentes circunstancias.