Sergio fue al médico cuando se quedó sin voz. Su coraza de hombre invulnerable se rompió cuando descolgó el teléfono para atender a un cliente y de su garganta no salió sonido alguno. Hasta ese momento se las había arreglado con mucha leche con miel para suavizar la lija que convertía su voz en algo parecido a una sonata de serrucho, pero la heroicidad no daba más de sí. Se despidió de sus compañeros por señas y, cabizbajo por su repentina debilidad, se fue a casa a probar unos cuantos remedios que había encontrado por internet. Ninguno dio resultado así que pidió cita para el médico.

Nueve y cinco de la mañana, doctora Ríos. Estaba convencido de que no sería necesario ir: la noche pondría las cosas en su sitio. Se fue temprano a la cama tras encharcar el estómago con más leche melosa pero sólo consiguió despertar varias veces para ir al baño. Resignado e insomne, esperó a que llegara la hora fijada y se plantó en la consulta con el aspecto de un reo camino de la silla eléctrica. Esperó de pie a que le llamaran aunque sus piernas le suplicaban clemencia. Además, era el único paciente. El mundo se había confabulado para que nadie se pusiera enfermo ese día. Precisamente ese día.

Por fin, su nombre sonó por la megafonía. Abrió la puerta y entró. Tras la mesa, la doctora Ríos observaba el monitor del ordenador con el ceño ligeramente fruncido. Sergio intentó trabajar saliva pero sólo consiguió irritar más la garganta. Tembló, pero no por culpa de la enfermedad. La doctora le miró por fin tras quitarse las gafas y Sergio decidió que aquella era la mujer de su vida. Así, sin más.

Siempre tuvo la sospecha de que era uno de esos hombres que deciden esas cosas de golpe y porrazo, y por eso vagan de fracaso en fracaso sentimental porque ese porrazo no llega y ese golpe se muestra esquivo. ¿Qué le sucede?, preguntó la doctora, sin sospechar que en las siguientes semanas aquel hombre sin voz se convertiría en su paciente más locuaz e hipocondríaco, capaz de ir a la consulta por un simple picor en una rodilla.