Ni siquiera es original. Olmecas, mexicas, mayas, teotihuacanos, toltecas y demás etnias centroamericanas sacrificaban a los prisioneros, les abrían el pecho para sacarles el corazón y se lo comían luego a la mayor gloria de los dioses que, según parece, se sienten muy reconfortados con esos rituales. Así que el gesto para la galería -había un vídeo grabando la escena- de Abu Sakar al devorar las vísceras de un soldado gubernamental sirio, chiíta por más señas, no pasa de ser un déjà vu a beneficio de los telediarios de Occidente. La barbarie de Siria pasa sobre todo por los más de noventa mil muertos, civiles la inmensa mayoría, niños y mujeres no pocos de ellos, que ha dejado ya el conflicto. Si acaso, la escena del caníbal pone en su debido lugar una guerra que, como tantas otras veces, vemos desde lejos sin entender apenas nada.

Suníes y chiítas se matan en distintas partes del mundo bajo credo musulmán sin esperar a que estalle un conflicto armado pero a poco que los occidentales -Estados Unidos, la Unión Europea- metemos la nariz en esas guerras larvadas logramos que vayan a peor. Los ejemplos de Afganistán y de Irak son lo bastante obvios como para que no haya que insistir demasiado en el peligro que supone cualquier intervención. Los filósofos analíticos de los años 40 del siglo pasado planteaban la conveniencia ética de matar a Hitler, en caso de que fuese posible hacerlo, bajo el argumento del preferidor racional. Como no es posible saber qué sucederá tras la desaparición de un tirano monstruoso, y puede ser muy bien que su sucesor empeore las cosas los pensadores oxonienses indicaban que lo más prudente era no provocar consecuencias imprevisibles.

Se ve que el presidente George Bush (hijo) no leía ensayos filosóficos o, de leerlos, no le aprovechaban porque dejó el Oriente Medio hecho unos zorros y todavía estamos pagando las consecuencias de aquellas alegrías bélicas.

Se le echa en cara al presidente el que no se decida a lanzar un ataque contra el régimen sirio del sátrapa Bashar al-Assad. Pero ni siquiera es necesario hacer grandes alardes de geopolítica para entender sus recelos. A estas alturas el esquema maniqueo no cuela; quizá lo hiciese cuando la primavera árabe pero lo llovido desde entonces hace que las esperanzas se esfumen. El que los rebeldes sirios pueden convertir el remedio en algo peor que la propia enfermedad no es ya propaganda gubernamental, que insiste desde el principio en identificarlos con los intereses de Al Qaeda, sino una hipótesis bastante creíble. Y en estas que sale el comandante rebelde Khali al Hamad, amparado por su seudónimo guerrero, comiéndose al enemigo delante de las cámaras. A las estrellas mediáticas de esta guerra ni siquiera les hace falta disimular lanzando proclamas democráticas. Hacen lo que hacen, se les aplaude y que les bendiga su Dios.