En 1964, el escritor neoyorquino Gay Talese, un icono del llamado nuevo periodismo, publicó el libro The Bridge, relato periodístico directo sobre la construcción del puente Verrazano-Narrows, que cierra la bahía de Nueva York uniendo los distritos de Brooklin y State Island. Como es de rigor en ese tipo de trabajo, Talese se entrevistó con un gran número de trabajadores de la enorme obra, el puente colgante con el mayor vano central del mundo hasta 1981 y todavía hoy de Estados Unidos -el del Golden Gate es 18 metros más corto-. Casi cuatro décadas más tarde, en 2002, Talese decidió investigar para la revista The New Yorker qué había sido de los protagonistas de aquel libro, y al localizarlos descubrió que algunos de los obreros especialistas en grandes estructuras habían trabajado posteriormente levantando las torres gemelas del Word Trade Center.

Talese habló con dichos operarios pocos meses después de que las torres fueran derribadas por los atentados del 11-S. ¿Cómo se sentían ante aquel desastre? La respuesta fue: dolidos, pero no sorprendidos. Pensaban que las orgullosas gemelas eran vulnerables porque en su construcción primó conseguir grandes espacios exteriores diáfanos, para su alquiler al mejor precio como envidiables oficinas. Por ello, no les extrañó que un avión pudiera penetrarlas como si en lugar de rascacielos se tratara de castillos de naipes llenos de aire. Desde luego, dijeron, el mismo aparato habría causado otro tipo de daños en el puente Verrazano-Narrows, levantado tan solo nueve años antes que el WTC según los sólidos estándares industriales de los sesenta, o en alguno de los viejos rascacielos clásicos de la ciudad, con sus armazones exteriores macizos. Tan es así, que el 28 de julio de 1945 un bombardero B-52, con el piloto desorientado por la niebla, se estrelló contra el Empire State Bulding entre las plantas 78 y 79. Murieron 14 personas, y las imágenes de la época muestran que los daños en la estructura consistieron en un boquete en la fachada de hormigón y ladrillo, reparado sin muchas complicaciones. Nada que amenazara la solidez del edificio. Los impactos no son comparables, por el tamaño de los aparatos y por las intenciones de sus pilotos, pero cabe preguntarse por los daños que aquel B-52 hubiera causado en las torres gemelas. Y más aún por los que causaría en otros rascacielos construidos con posterioridad con una solidez estructural todavía menor en sus fachadas de grandes cristales.

Surge por sí sola la tentación de elaborar una metáfora que compare los nuevos rascacielos con la evanescencia de la nube financiera que se ha adueñado de la economía: un edificio brillante y luminoso pero básicamente lleno de aire, con una piel extremadamente quebradiza, dramáticamente frágil ante los ataques inesperados; construido en tiempos de bonanza con la vanidosa convicción de que se habían acabado para siempre las amenazas y de que el sistema lo tenía todo resuelto. Luego llegaron unas hipotecas mal valoradas y toda la construcción demostró su naturaleza de castillo de naipes. Ni siquiera hizo falta el ataque exterior: la estructura se hundió como si alguien encendiera un fuego en cualquier planta de un rascacielos construido de madera embreada. Ahora la pregunta que cabe formular es si, puestos a reconstruir, vamos a optar por edificaciones sólidas aunque sean más lentas y pesadas, y ofrezcan menores márgenes al beneficio inmediato, o por nuevas torres ligeras, brillantes y rentables en apariencia, pero que estallan al primer pinchazo.