Laura se enamoró de Luis cuando éste le arreglaba la terraza. Era un albañil amable, callado y eficaz, todo lo contrario de su marido Pedro, que era brusco, charlatán e inepto en todos los campos, aunque eso no parecía importarle a la amante que se había echado seis meses antes, y que no se molestaba en ocultar. Para qué, si sabía que a ella le daba igual y sólo mantenía las formas para no amargar los últimos meses de su vida a su padre. ¿Qué ocurrió? Algo inesperado. Pedro fue atropellado cuando iba a casa después de dejar a su querida y allí se acabó todo. Laura recibió la noticia por teléfono mientras hablaba con Luis en la terraza sobre una esquina endemoniadamente difícil de embaldosar. Silenció el móvil sin saber qué sentir y miró a Luis con una expresión que debía ser muy elocuente por que él dejó la paleta y se incorporó. ¿Se encuentra bien?, preguntó, y ella asintió primero, y negó con la cabeza después. Mi marido, dijo, y las fuerzas le fallaron y abrió la mano y el teléfono cayó al suelo, rebotó porque tenía una protección de goma y llegó hasta una parte en la que el cemento estaba fresco. Le pareció cómica la escena, pero congeló la tentación de sonreír porque le vino a la mente la imagen de la primera vez que vio a Pedro, y qué cosas tan raras tiene la vida, fue en la calle, él conducía un ibiza de tercera mano, era conductor novato y en un paso de cebro aceleró en lugar de frenar, mira que era torpe, y casi la atropelló. Sí, la vida es extraña y burlona, se conocieron en un paso de cebra y él murió en otro después de dejar a la otra. Hubo un tiempo en el que quiso a aquel hombre, y sin esperarlo ni desearlo, una lágrima se escapó de su ojo izquierdo, el que sufría un principio de cataratas, y Luis se acercó en silencio aunque sabiendo qué hacer: la abrazó. Un gesto de amabilidad, ni siquiera protector, en ningún caso intimidatorio. Laura se echó a llorar por Pedro, por ella, por sus vidas atrapadas en el cemento de una terraza con grietas.