Me había dormido la noche anterior con el capítulo que Alex Ross dedica a John Luther Adams y a su visión musical de Alaska, cuando al acercarme a la ventana al amanecer topo con un cuadro completo del Norte: una gran placa gris oscura desplazándose por el cielo, mientras debajo de ella, en la franja ya iluminada por la primera luz, y con un fondo de montañas nevadas hasta la base, el temporal de nieve abatía sobre la ciudad las turbulencias características. Es verdad que no llegaba a tocar los tejados, pues aunque compartimos el meridiano de Boston, la corriente del Golfo es un sistema calefactor muy eficaz, pero la estampa del conjunto era, al fin, de Norte puro, lo que a algunos nativos siempre nos reconcilia con nuestro destino de norteños del Sur, un fondo de nostalgia -en la tierra de nadie que separa la melancolía del entusiasmo- propio de los que se sienten lejos de algo.