A José Luis Alvite

Edward Hopper (1882-1967) es probablemente el mejor y más representativo pintor norteamericano. En Paris, en Le Grand Palais, todavía se puede visitar una exposición muy completa presentada anteriormente en Madrid por el Museo Thyssen-Bornemisza. Los franceses han aprovechado la ocasión para resaltar la influencia que su pintura ejerció en la del norteamericano. Esa influencia existió pero no fue menor la de los maestros españoles, Goya en cabeza, ni la de Rembrandt. En cuanto a las vanguardias que empiezan a manifestarse por entonces -Picasso, Matisse- lo dejan indiferente con la excepción de Albert Marquet.

Cuando acaba la etapa de formación europea y regresa definitivamente a EEUU, en 1910, tiene que vivir profesionalmente de su formación inicial de dibujante comercial. Según Alexis de Tocqueville, en Démocratie en Amerique, la mejor literatura americana surgió del periodismo y, según otros, la mejor pintura de las ilustraciones para revistas. Las ilustraciones de Hopper muestran un gran talento como dibujante. Sin embargo, no lo encuentro superior al vigués Federico Ribas (1890-1952) extraordinario dibujante y gracias a ello excelente cartelista, publicista e ilustrador, lo cual demuestra, en el caso de Ribas, que el dibujo no es suficiente para ser un gran pintor.

La estrategia pictórica de Hopper busca una expresividad contundente a partir de muy pocos elementos, apoyándose en composiciones bien organizadas, límpidamente definidas. Los seres humanos que transitan su obra parecen almidonados por un baño de luz que los embalsama encuadrándolos en interiores estáticos o en paisajes urbanos insólitos -pertenecientes, gracias al cine, a los clichés colectivos de nuestra época- embrujados de soledad y nostalgia e imbuidos al tiempo de tal compostura y distanciamiento que pareciera hablasen en latín. Encarcelados, también, en un ensimismamiento misterioso que es, en última instancia, la crítica sin odio de un mundo que Hopper reviste con el pesimismo de la inteligencia. Tomando frecuentemente la arquitectura como pretexto la pintura de Hopper brota como la expresión moral de un individualista conservador, de un esteta solitario, de un anarquista que detestaba el desorden. Desde la altura de sus dos metros Hopper veía el mundo con distante escepticismo. Si hay un pintor al que se le aplica el axioma mayor "no hay arte sin misterio" es a Hopper.

Con cierta perspectiva comparativa, si en las soledades femeninas de Balthus (1908-2001) domina el erotismo, en el universo femenino de Hopper señorea la desolación y el desamparo. Cuerpos llenos de sexo pero vacios de vida, como muñecas inflables. En Hopper, incluso cuando pinta la plenitud de la vida a pleno sol, el misterio envuelve la composición como si representara dobles en cera. Solo duda y temblor trasluce el mensaje de su pintura; una ventana abierta con los visillos agitados por el viento sobresalta al espectador: ¿quién habrá entrado por esa ventana, un amante o un asesino?

Siempre me ha impresionado por su misterio premonitorio "Ground Swell /Ola de fondo" acabado el 15 septiembre de 1939, dos semanas después de comenzar la guerra en Europa. El cuadro es auténticamente opresivo tras una apariencia bucólica. Opresivo como un relato de Chesterton que diría Fernando Savater. Los tripulantes de un velero -jóvenes, bronceados, pletóricos de vida- en un día radiante de aguas claras y cielo azulísimo, escrutan algo indefinible tomando conciencia imperceptiblemente de la tragedia que se avecina, inesperada, repentina. Una boya de campana anuncia con su inclinación y repique, que el espectador casi escucha acongojado e impotente frente al cuadro, la aparición de una ola de fondo, mortalmente destructora llegada de Europa. El espectador resiente con angustia que dentro de poco quizás los jóvenes del velero estén todos muertos, como muchos de los que irán al frente. ¿Quién será el Hopper de nuestra época? ¿Cuál su profético presagio?

Moralista sin rigidez

No nos vendría nada mal a los españoles desembarazarnos de múltiples prejuicios para entender mejor la cultura anglosajona en general y norteamericana en particular, que está, desde hace un siglo, a la cabeza de la civilización. Uno de los que mejor la entendió fue Jorge Luis Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido por Georges Santayana.

La esencia de lo mejor de Norteamérica la plasma Santayana en una novela -The Last Puritan (1935)- que sería libro de cabecera de Edward Hopper. Si Hopper ha llegado a ser el pintor norteamericano más representativo es porque creía en la simplicidad escrupulosa y el heroísmo silencioso que son los valores de Oliver, el personaje de la novela. En The Last Puritan, Santayana describe, sin connotación religiosa, un puritanismo que odia la disimulación, desprecia la mascarada y resiente placer amargo y despiadado por la dura realidad. Esto es, sobran voceras, al mundo hay que venir llorados y lamentados: no cuenta empezar las cosas sino concluirlas. Y es exactamente eso lo que refleja la mejor obra de Hopper, la más misteriosa: la nostalgia. Porque todo concluye derrumbándose.

Para Hopper, la "tradición realista" norteamericana, la "americanidad", es sinónimo de simplicidad, franqueza y honradez (sabemos por Lázaro Carreter que la honradez se mide de cintura para arriba y la honestidad de cintura abajo) virtudes más morales que artísticas. Pero no hay que confundir puritanismo con ñoñería. El puritanismo en Hopper es purismo, desprendimiento, economía estética, austeridad hasta lo imprescindible. Su rigor moral deviene conscientemente en exigencia y precisión estilística. El rigor de Hopper, su exigencia, se manifiesta también en la ejecución lenta y pausada. A partir de los años cuarenta no producirá más de dos cuadros por año. Esta parsimonia no es fruto del diletantismo sino de una exigencia y un método. "Ola de fondo" fue completamente concebido, como tantos otros de sus cuadros, en el taller del artista a partir de notas y reminiscencias: método y exigencia.

Desde 1939 militó abiertamente contra el formalismo y la abstracción. Al terminar la guerra, en pleno triunfo del expresionismo abstracto -con Pollock, Rothko, De Kooning- permaneció fiel a sus convicciones sin importarle un ápice la preeminencia que adquirían en el juicio de la crítica las insustancialidades de los susodichos.

Hopper contra Pollock

En aras de entender más profundamente el caudaloso decurso de la modernidad pictórica norteamericana -y las desencarnadas y violentísimas contradicciones de esa sociedad- no podemos restringir el enfoque solamente a Hopper. Otra fuente nutricia brota del yacimiento, verdadero manantial de dólares, descubierto por Jackson Pollock (1912-1956). En la obra de Pollock se identifican las raíces del "formalismo modernista", según sus hagiógrafos. Es tanto como decir que en la obra de Pollock no hay traza de puritanismo ni adarme de respeto ni interés alguno por el ser humano. Y esa cara, qué duda cabe, completa la representación más precisa de EE.UU: el puritanismo riguroso de Hopper, por una; el mercantilismo descaradamente manipulador de Pollock, por la otra.

La obra de Pollock y similares, su relativismo banal, su falta de perfeccionismo y rigor, su infantil ombliguismo, la finalidad equívoca, han coadyuvado a llevar EE.UU a un multiculturalismo henchido de chantaje y falto de autocrítica, a un polimorfismo de la plebeyez, revanchista y chillón, a una dejación de la lenta destreza manual sacrificada en el altar del rápido éxito mediático o financiero, uniformadoramente global. A un Hopper corresponden por el mundo adelante un Balthus, un De Chirico (1888-1972) un Magritte (1898-1667) pero de Pollock, de obligado seguimiento en las escuelas de bellas artes, encontramos miles de clones. Todos metidos a artistas no con la pretensión de pintar bien -es imposible que tantos sean tan ingenuos- sino de ser millonarios. Y como la modernidad en EEUU es anunciadora de futuro poco tardó en llegar a Europa ese materialismo sin mimbres a resultas del cual están los museos de provincias -y los capitalinos- abarrotados de pintura tan mala como pretenciosa. Eso sí, carísima. La escuela pictórica de Pollock, su culto al Becerro de Oro, insinuaba ya la degeneración financiera, especulativa, en la que iba a caer la primera potencia industrial del mundo.

Para hacerse una idea del montaje -críticos mercenarios, galerías cómplices, subastas manipuladas, directores de instituciones artísticas corrompidos, inversionistas con estrategias especulativas independientes de la calidad pictórica, etc.- que rodea a la gran estafa del formalismo y la abstracción véanse algunos precios: Pollock, 140 millones de dólares (2006); De Kooning, 137 millones (2009); Rothko, 87 millones (2012)

Y, claro, de aquellos barros estos lodos. Quien quiera tener una somera ida de lo que es el mercado del arte contemporáneo más cotizado que lea La Carte et le Territoire (Michel Houellebecq, Prix Goncourt 2010) En ese mercado cazan escualos como Carlos Slim o François Pinault que no practican precisamente el mecenazgo encumbrando a Damien Hirst o Jeff Koons (ex marido de una tal Cicciolina) al cénit del arte.

En 1953, junto con otros pintores de obediencia realista Hopper fundó la revista Reality cuyo primer número se abre con un manifiesto rabioso contra el formalismo y la abstracción erigidas en vanguardia pictórica. Pero incluso apartado de esa vanguardia, Hopper ha representado -si bien en un registro radicalmente opuesto tanto para la crítica como para el público- una idea insustituible de la modernidad.

Ejecución realista, trasfondo de luz y surrealismo

El realismo de Hopper hay que considerarlo, no obstante, con extremada cautela. Bajo la veladura realista de la pintura de Hopper late un surrealismo sin alardes, insinuado, delicado, convirtiendo sus telas en metáforas silenciosas imposibles de explicar sin una realidad desamparada. Más que realista, que también, su pintura es metafísica, dolorosamente irónica o surrealista, despojada de lo superfluo como su propia vivienda, la casa de South Truro (Cape Cod) de austeridad conventual, que representó en varios de sus cuadros. La pintura de Hopper presenta afinidades específicas, singulares, con el surrealismo más auténtico y fundamental enraizado en la "metafísica" de De Chirico; asimismo, la "ironía" es otro elemento constitutivo de la materia espiritual, valga el oxímoron, que apronta a sus composiciones. Y, evidentemente, en la pintura de Hopper vibra una dimensión filosófica y moral que lo enlaza con los precursores de un arte "conceptual".

Por ello, el realismo de Hopper, su fidelidad a la historia y a lo mejor del pensamiento tradicional norteamericano no lo convierten en un reaccionario ni en pintor regionalista a diferencia de los artistas reagrupados bajo la etiqueta American Scene. Inspirados por una ideología reaccionaria celebran las virtudes del país profundo, de la tierra, de la patria, lo que llevará a Hopper a afirmar que los pintores de American Scene han caricaturizado América. La patria de Hopper se reduce a un territorio extremadamente circunscrito: Cape Cod y algunos barrios de Nueva York.

Dentro del realismo, Hopper pintó la soledad y melancolía del norteamericano medio recreando la nostalgia de una época que estaba desapareciendo. Hopper fue el notario distante y escéptico del conflicto entre la naturaleza y la modernidad al tiempo que convierte al espectador de su pintura en un voyeur cómplice de no haber tomado partido. Hay mucho más, por supuesto, en la obra de Hopper, toda ella impregnada de un calculado misterio, pero la melancolía y la soledad dominan incluso cuando los cuerpos se exhiben pletóricos al sol o en el espacio casi angustioso de una habitación.

A Hopper lo han caracterizado asimismo como el pintor norteamericano de la luz. Algunas obras, de una radical economía de medios, testimonian de ello. "Sun in an empty room/ Sol en una habitación vacía" (1963) es paradigmática. La presencia de la luz en el espacio, tal es el sujeto. El decorado, completamente desembarazado de mobiliario, el espacio pictórico despojado de lo superficial se transforma en caja, receptáculo del juego de rayos de sol que entrando por la ventana tiñen los muros y el suelo, marcan las aristas y borran los ángulos entrantes. En ese cuadro, Hopper trata de la plenitud del vacío, lo que le confiere una dimensión metafísica, tanto más evidente a posteriori que es una de sus últimas obras.

Quiero creer, sin forzar el trazo, que si nuestra María del Carmen Corredoira (1893-1970) hubiera vaciado sus espacios interiores de crucifijos y muebles e insistiera algo más en las líneas rectas que en las curvas, violentando la luz, habría cierto parentesco entre ambos. Por el interesante estudio que le dedica Antonio Garrido Moreno, sabemos que Corredoira, en los años veinte, se especializa paulatinamente en interiores conventuales en los que prescinde de la figura logrando potenciar la sensación de soledad y melancolía. Álvarez de Sotomayor, con su ojo de águila, lo vio perfectamente y aconsejó a la pintora lucense que olvidara definitivamente la figura y el regionalismo y se centrara en la captación de la luz y la economía de medios de los interiores conventuales. Como Hopper.

Paisaje urbano

Nueva York y la costa este de EEUU, Maine, quedó dicho, son los temas de inspiración principales de Hopper. En el entorno de la casa de Cape Cod encuentra motivos banales que saca del anonimato y convierte en auténticos personajes incansablemente repetidos -casas aisladas, apeaderos rurales, gasolineras, paisajes marítimos, faros- que serían posteriormente retomados por el cine.

Uno de los cuadros señeros de esta temática es "House by the Railroad /Casa junto a la vía del tren" (1925) que no pocos críticos considera la mejor obra de Hopper; fue la primera de su autoría que entró en un museo -Museum of Modern Art- donada en 1930 por un coleccionista.

La imagen de una casa aislada, destaca en un cielo sorprendentemente luminoso y vacio, enfocada desde abajo, despojada de la mínima decoración excepto los raíles que forman como un zócalo para la casa y una referencia para el conjunto que se convierte en escenario. Este elemento de la composición cuenta mucho en el misterio de lo que se impone de inmediato no como la descripción de un lugar real sino como una visión o situación, el infierno, por ejemplo. Las sombras muy marcadas, las ventanas completamente mudas sin dejar escapar el menor signo de vida en su interior, la ausencia de puerta visible se superponen para añadir misterio y angustia a la casa. Alfred Hitchcock lo comprendió perfectamente pues hizo de la mansión el modelo habitado por el inquietante Norman Bates, en Psicosis.

El cuadro del siglo XX más representado

No pocos guionistas y directores de cine han bebido en la pintura de Hopper para concebir sus planos. "Nighthawks/ Noctámbulos" (literalmente, "Halcones nocturnos", 1942) es sin duda el cuadro más célebre de Hopper, al que se le asocia indefectiblemente, también uno de los más conocidos de toda la pintura del siglo XX, y uno de los que el carácter cinematográfico de su universo se impone con mayor evidencia como trasunto o símbolo del ambiente de film policiaco.

La obra debe en parte su génesis a un texto de Hemingway (The Killers) De rebote, inspiró a escritores y directores. Aunque el cuadro fue pintado el año del rodaje de Casablanca, la pareja vista de frente, acodada en la barra del bar, evoca a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, no a Ingrid Bergman, pero en realidad quizás se trate del propio Hopper y de su esposa recreados con nariz picuda, como verdaderos halcones. Wim Wenders retomó posteriormente el decorado para una secuencia de The End of Violence (1997) como homenaje a Hopper.

Hay cuatro personajes en el cuadro, los hombres cubiertos, la pareja que está de frente, un hombre de espaldas, que sobrecarga de misterio el cuadro, y un barman, diríase inquieto o angustiado. El espectador es verdaderamente el espectador, a la par que en el cine, pero Hopper fuerza más aun su protagonismo presentando la situación como dentro de un acuario. La sensación de acuario, escenificado por la curvatura del cristal exterior del bar, reproduce un dispositivo espacial particularmente eficaz que entrega a los ocupantes en espectáculo. La atmósfera parece inspirada en una novela de Chandler; la violencia está contenida pero es palpable. Cuadro digno de ser escudriñado por el genio de José Luis Alvite que sin duda le sacaría más punta que el mejor de los críticos de arte.