No me interesan demasiado las encuestas, ignoro qué opinan los españoles de la política económica del Gobierno, aunque si yo tuviera que evaluarla le daría, más que aprobado, un notable alto. Afirmación que, en las presentes circunstancias, necesita amplia justificación para no pasar por provocación. Pero hoy no toca. No es el objetivo de este artículo justificar la dureza de las medidas económicas tomadas hasta el momento sino, por el contrario, manifestar contundente rechazo a la inadmisible desenvoltura que rodea ciertas formas y maneras, malas, que el Gobierno y el Partido Popular permiten sin notables sanciones en sus propias filas.

Transcurrido algo más de un año de la apabullante victoria del PP, a la que modestamente contribuí, considero que el partido en el poder si hiciera balance objetivo debería tomar conciencia que la situación que atraviesa España obliga moralmente al Gobierno, cargos políticos, electos y representantes del Estado -y asimismo a las élites económicas- a dar, más que nunca, buen ejemplo. Ese buen ejemplo se entiende, en mi opinión, como asunción del sacrificio que las circunstancias no les obliga adoptar a ellos -elegidos de los dioses, mimados por la fortuna, favorecidos por la suerte- pero que deberían aceptar responsable y solidariamente para probar que saben estar a la altura de la situación. Y la situación es la propia de una guerra, o casi, dada la virulencia del combate contra la escasez que se está desarrollando en todos los campos económicos. Pero además están las formas.

El insufrible desmadre en las formas va desde pecados de imagen menores aunque no baladís -los dos ingenuos jugando a Apalabrados o las declaraciones del diputado autonómico Guillermo Collarte diciendo que las pasaba canutas con 5.100 euros mensuales- hasta aspavientos tan bajunos como los de una señora que se dedica a la política por privilegio hereditario o los diputados aplaudiendo con manos y orejas los recortes o los aconchabamientos del clan Aznar con el lujo insultante de Briatore y su discoteca Billionaire .

La desdichada ocurrencia de Andrea Fabra -diputada del PP- cuajó en infamante insulto a los parados. Puede que el archiconocido fuck off -dicho por lo fino para evitar el castizo rebuzno de la versión seminal- estuviese guiado únicamente por el propósito de zaherir al adversario sentado en las bancadas de la oposición y no se dirigiese específicamente a quienes buscan afanosamente un empleo. Sin embargo, y eso es lo que cuenta, muchos de los afectados y buena parte de la opinión pública -derecha e izquierda confundidas- lo resintieron dolorosamente como el ensañamiento de una yuppie ociosa para con uno de los colectivos más numerosos y desesperanzados de nuestro país. Ese fuck off, en el contexto en que fue escupido, tronó como el "jódete fulanito" que pintarrajeaban los etarras en las puertas de las viviendas de sus víctimas. Un tanto sonrojante ha sido asimismo la prosa oficial en descargo de la señora Fabra y, sobre todo, las explicaciones paralelas de los medios de comunicación afines al Gobierno que engulleron la versión exculpatoria sin crítica alguna. Por elemental salud cívica, el exabrupto de la señora Fabra no debería haber quedado impune. El Gobierno y el PP tenían que haber ritualizado una auténtica inmolación política de la susodicha. Sin las pertinentes sanciones la imagen de baronías blindadas que se ha dado ha sido nefasta.

No obstante, si lo de esa señora es propio de una derecha obscenamente inculta, postinera y montaraz cuando no glamurosa y agilipollada -como de Harley Davidson blanca y falsos jeans cortados a medida- el espectáculo que en esa misma sesión parlamentaria dieron los diputados que -zalameros, sumisos y halagadores hasta la nausea-- aplaudían al presidente Rajoy cada vez que anunciaba un recorte fue, como poco, lamentable. Se puede estar de acuerdo con los recortes -yo lo estoy- pero de ahí a aplaudirlos públicamente sabiendo el dolor que van a producir a quien sufra las consecuencias es propio de miopes incapaces de vislumbrar las consecuencias de sus actos. Verdaderamente ¿creen esos diputados que los españoles de derechas que vimos sufridamente por televisión como aplaudían estruendosamente los recortes podemos estar de acuerdo con semejante falta de pudor ideológico? No aplaudían con tanto entusiasmo sus señorías cuando les tocó rebajarse sus remuneraciones.

Hay comportamientos en la estética política del PP absolutamente esperpénticos. Es inaudito que en el siglo XXI la presidenta del Parlamento de Galicia, Pilar Rojo, actuando como delegada regia, haya implorado ayuda al Apóstol para que los poderes públicos encuentren soluciones a quienes sufren las consecuencias de la crisis. En qué manos estamos, se preguntará la gente, si se invoca el concurso del Apóstol para que solucione los problemas que son competencia de los políticos.

Yo suscribo los valores de una derecha laica, moderna, culta, reflexiva, antiespeculadora, antielitista, de mérito, sacrificio y trabajo, de jefes naturales, ejemplares, perfeccionista, de camisa de mahón remangada hasta los codos que no repugna meter las manos en el cemento ni el carbón, que bebe en cunca y a porrón, come pan de hogaza, ajo cárdeno, sardinas y cecina de buey carrero, derecha de camaradas en la adversidad que respeta a los mayores, protege a los menores y desamparados, cede el paso a las señoras y detesta el look marbellí y los programas del cuore. A esa derecha -a la que quizás, sin ser sus jefes naturales pero sí democráticos, también pertenezcan Rajoy y Feijóo pero no Aznar, Agag o Sáenz de Santamaría- la estética y algunos valores aparentes del Partido Popular le producen repulsión.