El saludo que recorre en estos días los labios de todos es: ¡Feliz Navidad! Os invito a estar vigilantes, para que este saludo no pierda su profundo valor religioso y la fiesta no sea absorbida por los aspectos exteriores que tan solo tocan las fibras del corazón. Efectivamente, los signos externos son hermosos e importantes siempre que no nos distraigan de lo principal, sino que nos ayuden a vivir la Navidad en su verdadero sentido sagrado y cristiano. Solo así, lograremos que tampoco nuestra alegría sea superficial sino profunda.

Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. La Navidad no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús. Es celebrar un Misterio que ha marcado y continua marcando la historia del hombre: Dios mismo ha venido a habitar en medio de nosotros y se ha hecho uno de nosotros. Es este un Misterio que conmueve nuestra existencia desde la fe y que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas particularmente en la Misa.

Cualquiera podría preguntarse: ¿cómo es posible vivir este suceso tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar fructuosamente en el nacimiento del Hijo de Dios? En la Misa de la Noche de Navidad repetiremos como estribillo de respuesta al salmo responsorial estas palabras: Hoy ha nacido para nosotros el Salvador. Este hoy, está referido al hecho del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la Liturgia, la venida del Señor sobrepasa los límites espaciotemporales y se vuelve actual. Su efecto perdura en el transcurrir de los siglos, indicando que Jesús nace hoy. La Liturgia no usa una frase sin sentido, sino que subraya que esta Navidad incide y envuelve toda la historia. A nosotros, los creyentes, la celebración de la Navidad renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros todavía carne y no sólo lejano. Aún estando con el Padre está cerca de nosotros. Dios, en aquel Niño nacido en Belén, se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar en un hoy que no tiene ocaso.

Me gustaría insistir sobre este punto porque al hombre contemporáneo, hombre de lo experimentable empíricamente, se le hace cada vez más difícil abrir el horizonte y entrar en el mundo de Dios. La Redención de la humanidad es un momento preciso e identificable de la historia. Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo que se ha hecho hombre y permanece hombre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del espacio para hacer posible el encuentro con Él. Los textos litúrgicos de este tiempo nos ayudan a entender que los eventos de la salvación realizados por Cristo son siempre actuales: Interesan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos o pronunciamos en las celebraciones litúrgicas este hoy ha nacido para nosotros el Salvador, no estamos utilizando una expresión vacía, sino que, entendemos que Dios nos ofrece hoy, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo.

La Navidad por tanto, mientras conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, es un evento eficaz para nosotros. El papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la Fiesta de Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: Exultemos en el Señor, queridos míos, y abramos nuestros corazón a la alegría más pura, porque ha despuntado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Se renueva en realidad para nosotros, en el ciclo anual que transcurre, el alto Misterio de nuestra salvación, que, prometido al inicio y otorgado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre (Sermón 22, In Nativitate Domini, 2,1: PL 54,193).

El Evento de Belén debe ser considerado a la luz del Misterio Pascual. Uno y otro son parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el nacimiento de Jesús nos invitan a dirigir la mirada sobre su muerte y su resurrección: Navidad y Pascua son fiestas de la redención. La Pascua se celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día. La Navidad se celebra como el entrar de Dios en la historia haciéndose hombre para restituir el hombre a Dios: marca, por así decirlo, el momento inicial cuando se deja entrever el clarear de la salvación. Pero así como el alba precede y hace ya presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la Cruz y la gloria de la Resurrección.

En Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo siendo de condición divina (...) se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres (Fil. 2,6-7). Miremos a la gruta de Belén: Dios se abaja hasta ser acostado en un pesebre, preludio del abajamiento en la hora de su Pasión. El culmen de la historia del amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y del sepulcro de Jerusalén.

Con la Virgen Madre y San José, vivamos con alegría la Navidad. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace hoy. Dios está verdaderamente cercano a cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a Él. Vivamos la Navidad del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos ha elevado hacia Sí a través del Misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, porque como afirma san Agustín en Cristo la divinidad del Unigénito se ha hecho partícipe de nuestra mortalidad, a fin de que podamos participar de su inmortalidad (Epístola 187,6,20). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad. Allí se hace presente Jesús de modo real, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación.

*Obispo de Tui-Vigo