Voy camino de una degustación de lamprea en Santiago de Compostela cuando me dan la triste noticia de la muerte de Fernando Martín, cocinero ovetense al que distinguieron con la primera estrella Michelin que se otorgó en Asturias a un profesional de los fogones. A nivel de calidad, yo sitúo a Fernando en la órbita del desaparecido Santi Santamaria y de los excelsos marmitones españoles que supieron modernizar nuestra cocina sin caer en excesos técnicos, mezclas de sabores demasiado atrevidas, o importaciones de platos que no venían a cuento. Nadie duda de que, cuando empezamos a cocinar alguna cosa, ponemos en marcha un proceso químico susceptible de ser analizado científicamente. Y nadie duda tampoco de que el conocimiento de los entresijos de ese proceso puede servirnos para mejorar el sabor de lo que más tarde vamos a llevarnos a la boca. Pero de ahí a convertir las cocinas en laboratorios hay un trecho largo. La gastronomía forma parte, en lugar destacado, de nuestra cultura y se ha de respetar siempre el valor de la tradición, de las peculiaridades técnicas adquiridas mediante la práctica, y de la sacralización de algunos alimentos. ¿A qué voy yo si no a Santiago de Compostela en pos de una lamprea a la bordalesa con costrones y el aditamento de un arroz blanco? ¿Por qué se excitan los jugos gástricos de un asturiano con la sola mención de la palabra fabada? ¿O de un levantino al oír de la paella? Fernando Martín conocía, como pocos, estos dos aspectos del arte culinario (tradición e innovación) pero puso siempre la técnica al servicio del placer. Al fin y al cabo, él era hijo de una cocinera legendaria del ya desaparecido restaurante Pelayo, que le quiso hacer desistir de su empeño en seguir la tradición familiar porque el oficio era muy duro. La recreación de los sabores perdidos fue uno de sus objetivos profesionales. Hace unos años, cuando estaba a punto de dar la vuelta de su aventura andaluza (tuvo un restaurante en Benalmádena), hizo unas declaraciones en la prensa evocando platos señeros de la cocina de un Oviedo pretérito. "¿Quién ha vuelto a hacer la fabada como en Casa Modesta; la tortilla de merluza como en Casa Bango; el cachopo como en El Pelayo; y los calamares en su tinta como en La Campana, quién...? ". La mayoría de esos establecimientos ya ha desaparecido, y ya van quedando pocos, cada vez menos, de los afortunados que disfrutaron en ellos. Yo tuve mucho trato, bueno y afectuoso, con Fernando Martín, a quien conozco desde sus tiempos en el restaurante que puso en marcha junto a la gasolinera de Argame, en la carretera de Oviedo a Mieres. Allí hizo famoso un plato de magistral sencillez, el pollo al ajillo, un alimento que vuelve locos a los noctámbulos. Alguna jornada, de especial complicación, con empleados de baja, lo acompañé en la cocina llevando cosas mientras él, en camiseta y calzoncillos, despachaba platos para la sala. Y alguna otra vez lo acompañé a la lonja de Avilés a comprar pescado para Trascorrales, el restaurante que abrió, e hizo famoso, en el Oviedo viejo. También estuvimos juntos en el cabaré porque a los dos nos gustaba la canción española, aunque fuera de modesta, e incluso algo afónica, interpretación. Un querido colega, Luis José Ávila, cuenta que, en un viaje que hizo con él a Cuba, le preparó unas langostas a Fidel Castro y este, asombrado, le ofreció ser cocinero personal suyo. Declinó amablemente la invitación.