Por si no bastase con la Iglesia, el Juzgado y el Ayuntamiento, las bodas –y los divorcios– podrán celebrarse también ante notario gracias a una ley que el nuevo ministro de Justicia se propone llevar al Congreso. La idea no parece muy romántica, pero al menos compensará a estos profesionales por los ingresos que han dejado de percibir con el estallido de la burbuja inmobiliaria. No es probable que la facturación matrimonial iguale o se aproxime siquiera a la que los notarios registraban por la compraventa de casas en los buenos tiempos del ladrillo; pero algo les ayudará a equilibrar las cuentas.

Otra y muy distinta cuestión es el efecto –más bien mínimo– que esta medida pueda tener en una España donde las parejas llevan ya años casándose en el banco mediante el sacramento de la hipoteca. Formalmente se atribuye a un cura, un juez o un concejal la función de desposar a los novios, si bien nadie ignora que el verdadero papel de oficiante de la boda le corresponde al apoderado que libera el crédito necesario para la compra del piso. Los casados, casa quieren, ya se sabe.

El poder sacramental de la banca no necesita de mayores explicaciones. Los bancos son las modernas catedrales de nuestro tiempo, dotadas de cámaras acorazadas en las que –a modo de enormes sagrarios– se custodian las divinas estampitas de San Euro y San Dólar junto al oro troceado en obleas. Ni siquiera ha de ser casualidad que alguno de ellos lleve el tan misterioso como revelador nombre de Espíritu Santo.

Poca competencia podrán suponer los notarios frente a esos bancos que dispensan –informalmente, eso sí– el sacramento del matrimonio. Antes que ellos existían ya los sacerdotes y, en tiempos más recientes, los magistrados y los alcaldes a quienes la ley faculta para ejecutar las nupcias de una pareja; aunque ninguno de ellos podía competir con el poder del dinero encarnado por la banca. Por más que los enlaces civiles, religiosos y –muy pronto– notariales se sigan celebrando, lo que de verdad ata a los cónyuges y sostiene la institución matrimonial es la hipoteca firmada por los contrayentes ante el director de la sucursal que corresponda.

Tal sucedía al menos en los años dorados de la construcción, cuando la compra de un nido de amor –o de discusiones– era paso previo e imprescindible para que se celebrase una boda. El préstamo hipotecario a veinte, treinta o cuarenta años de amortización unía entonces a los matrimonios con mucha mayor fuerza que las homilías de un clérigo y, por supuesto, las de un juez o un alcalde. No digamos ya las de un notario, si ese va a ser el caso en el futuro.

Curiosamente, el reventón de la burbuja inmobiliaria ha tenido como inesperado efecto el reforzamiento de ese matrimonio que, a juicio de Groucho Marx, "es una gran institución… siempre que te guste vivir dentro de una institución, naturalmente". El final, tan repentino, del negocio de la vivienda, ha convertido en empeño casi imposible la venta de un piso y –por tanto– la liquidación de la hipoteca que en su día unió a los cónyuges. Sujetos a ella para lo bueno y lo malo, en la salud y la enfermedad, muchos de los consortes víctimas del desamor se ven en la obligación de seguir compartiendo casa, no importa lo mucho que puedan detestarse. Baste para avalar esa hipótesis el dato estadístico que informa de un fuerte descenso del número de quiebras matrimoniales desde que la crisis hizo imposible la venta del piso y el habitual reparto de beneficios entre las dos partes de la sociedad mercantil de gananciales que, entre otras cosas, es el matrimonio.

Es lo que tienen las crisis de fe. La gente ha dejado de creer en los bancos con los que hasta ahora se casaba y la consecuencia previsible es un bajón en la cifra de matrimonios. Difícilmente van a arreglar eso los notarios, por mucho que se empeñe Ruiz Gallardón.

anxel@arrakis.es