La abdicación de José Luis Baltar en su hijo José Manuel Baltar como presidente hereditario de la Diputación de Ourense ha sido un espectáculo inenarrable que nos retrotrae, más de un siglo atrás, a los momentos álgidos del caciquismo en la segunda restauración borbónica (¿cuántas llevamos ya? ¿cuántas más nos quedan?). He leído algunas crónicas sobre el evento, algunas magníficas, como las que firma Cristina Huete, que debe de ser hija de aquel heroico periodista Huete al que yo conocí al final de la dictadura. Según nos cuentan, el lugar donde se celebró la histórica ceremonia estaba abarrotado de personas que le debían el cargo al viejo patrón, bien como alcaldes bien como empleados de todas las instituciones que controlaba. Desde centros culturales a ecuestres (en uno de ellos, 17 humanos atendían a 15 caballos), desde bandas de gaiteros a promotoras inmobiliarias. Si hemos de creer los datos que nos transmiten algunos colegas, la corte baltarista creada en torno a la Diputación de Ourense durante 22 años incluía a casi mil empleados relacionados con el P. "Todos magníficos y competentes profesionales", según testimonio de su protector. No es de extrañar, por tanto, que ante tan sensible pérdida, los beneficiarios hayan llorado lágrimas de emoción en la despedida y que se formase una cola larguísima para abrazarlo, estrujarlo y besarlo. Y el discurso de agradecimiento del homenajeado estuvo a tono con el apasionamiento desbordado de los allí presentes. En un momento determinado se hizo una foto de recuerdo con los fotógrafos de todos los medios de comunicación y dijo esta frase memorable: "Esta es la foto de los que vamos a ir derechos al infierno". Visto desde una cierta perspectiva histórica, el largo cacicazgo de Baltar en la provincia de Ourense no deja de ser una prolongación de otros que lo precedieron desde los tiempos de Franqueira (aquel "home de campo que era amigo de Franco", como rezaba una canción juvenil de los primeros años contestatarios). Y el mismo Baltar era consciente de ello cuando proclamó: "Soy un cacique pero un cacique bueno. No robo". La idea de que el dinero público que no va a bolsillo propio, o al de unos amigos, sino a la creación de un puesto de funcionario, o a la construcción de un centro público de dudosa utilidad, no es un dinero robado, es propia de una mentalidad caciquil. Una mentalidad orientada, fundamentalmente, al control del poder por cualquier medio. O como dice el diccionario de la Real Academia Española, a la "intromisión abusiva de una persona o autoridad en determinados asuntos valiéndose de su poder o influencia". La derecha de Ourense tuvo, de siempre, una vocación caciquil, y una forma peculiar de defender su autonomía dentro de la amplia corriente de la derecha gallega que acabó por controlar con mano férrea Manuel Fraga. Recuérdese, sin ir más lejos, que Baltar fue capaz de amenazar a Fraga con una escisión dentro del partido, y que Núñez Feijoó fracasó clamorosamente al intentar descabalgarlo. Por cierto, que ni Núñez Feijoó ni ningún representante suyo asistieron al pleno donde se produjo la abdicación aunque es bien consciente de que le debe al barón ourensano el disfrute de la mayoría absoluta. En cambio, sí estuvieron, muy corteses y complacientes, los representantes del PSOE y del BNG. Quizás en la creencia de que "a enemigo que huye puente de plata". Del nuevo Baltar sabemos que es un cacique mutante.