Por mor de comenzar el año con sana despreocupación no arrastraré hasta aquí, al menos hoy, las tristuras de los análisis económicos que cabría instruir en el proceso -sospecho que por narices- de unión europea. Recordemos ahora que hubo épocas en las que a pesar del ronco estruendo de los cañones y el silencio asesino de las dagas carniceras, para algunos era natural sentirse europeos. Y no se jactaban de ello. En cierta medida, toda aquella bronca militar, el cafarnaúm babélico de mercenarios y cantineras reflejaba, simplemente, el espectáculo férvido, estridente y visible de una incesante guerra civil europea aún inconclusa. El resto, el placer que las familias reales resentían ante el hierro, la sangre, el fuego y la esperma era el decorado de ópera que la Historia, moliendo el tiempo con sus aspas tan lentas, había plantado en medio de un escenario que hoy, cuatro burócratas y unos cuantos mercenarios ideológicos, pretenden esconder tras mucho cartón piedra y el tintineo apagado de viles eurillos de plomo.

Uno de los primeros auténticos europeos, en cierta medida admirable modelo de libertad al tiempo que descarado ejemplo de arribista -espejo de deslizante horizonte de contradicción humana pues una vida no es solo la fotogenia de los triunfitos en las portadas- fue Casanova, veneciano de nacimiento. Y nómada de corazón.

Para expresar con alguna viveza los extremados regocijos, los locos aplausos, las increíbles aclamaciones a las que se vio alzado, junto con las humillantes derrotas y desenfrenadas caídas a tumba abierta que sufrió, Europa adelante, habría que haber estado allí, en aquel momento y bajo su perfumada capa de terciopelo y seda.

Genio de la seducción, erudito de la relación furtiva, príncipe de la suavidad en el vivir, conmovedor en sus muy humanos sufrimientos, mágico prosista, Giacomo Girolamo Casanova (1725-1798), caballero de Seingalt, en ningún lugar del Viejo Contiene se encontró desarraigado. Y en buen meridional, de los de antes y de los de ahora, vivió endeudado hasta las cejas. Los diez tomos de "Histoire de ma vie", versión seminal en francés -si bien publicados por primera vez en alemán- redactados entre 1789 y 1798 alcanzan la belleza literaria de las más logradas obras fraguadas por mentes excepcionales: Sade, Diderot o Laclos.

Sin estrujar la memoria ahí van varias de las ciudades en las que vivió: Venecia, por supuesto, Constantinopla, Paris, Londres, Madrid, Viena, Praga, Moscú, Dresde, Ginebra, etc. De Barcelona no quiero acordarme porque, ay, nuestro amigo sufrió allí un mes de prisión por seducir a Nina Bergonzi, amante del capitán de la plaza. Pero en conjunto su estancia española le resultó harto provechosa. Cual erasmus aplicado, aprendió a bailar flamenco y redactó un ensayo con inteligentes propuestas para repoblar Sierra Morena.

No fue Bergonzi la única mujer que le causó o por la que tuvo problemas y sin embargo otra singularidad suya, además de acendrado europeo, fue la de haber dejado el zarpazo elegante de un trato literario exquisito para con las damas fuera cual fuese la nobleza de la cuna. Las mujeres, de las que raramente apuntó su autentica filiación, aparecen iluminadas en las páginas que escribió Casanova con luces más favorecedoras que las que sopla sobre los hombres. Fue tal su discreción que por no dar más datos que los imprescindibles, el primer capítulo de las memorias, lo he visto con mis propios ojos en la versión manuscrita, empieza así (en descuidada traducción): "Jacobe Casanova, nacido en Zaragoza capital de Aragón…" Y no obstante muy poca ficción hay en esa obra espléndida y de él puede decirse, como de su contemporáneo Diego de Torres de Villarroel -autor de "Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras de el Doctor Don Diego de Torres Villarroel, cathedrático de prima de Mathemáticas en la Universidad de Salamanca" (1743)- que podemos estar seguros de no hallar en sus páginas suceso alguno ponderado, disminuido o puesto con otra figura que pueda asombrar o deslucir la verdad que acostumbraba.

Al destacar en los estudios a edad temprana, su familia, con muy pocos recursos económicos a la muerte del padre, proyectó para él la carrera eclesiástica. Pero ya los aplausos y la seda le atraían más que la oración. Al decir de quienes lo conocieron, el encanto externo de Casanova -que Fellini intentó denigrar rebajándolo al nivel de un patán- se apoyaba en tres pilares: su gran estatura (1,87 metros); un aplomo majestuoso; y una simpatía capaz de hacer reír a un muerto. Fue además de hombre de letras y medio mago, entre alquimista y tahúr, matemático amateur y aventurero con clase, en la amplitud polisémica de la palabra aventurero que por entonces abarcaba varios significados. No fue, contra la creencia infundada del vulgo áspero e inmisericorde, chulo ni proxeneta. Pero sí ladrón ocasional pues robó a alguna millonaria antes de que su criado, Costa, lo desvalijara a él.

Inmaduro aún, aunque ya por entonces poseía cultura, inteligencia y encanto a raudales, en una de sus caídas dio en violinista de teatro -la profesión de su padre- y pandillero de una banda de jóvenes vándalos que practicaban la violencia social y física. En eso también se parecía a la juventud europea de hoy día.

A los veinticuatro años se enamoró de un oficial del ejército francés, siete mayor que él, de nombre, al parecer, Marie-Anne d´Albertas -Henriette en sus memorias- que hablaba en latín disfrazada de militar para huir de un matrimonio de conveniencia impuesto por la familia. El episodio más duro de su trabajada trayectoria vital -que lo destrozó pero cierto es que los hombres se forjan en la adversidad para ser discretos en la vida corriente- lo vivió en Londres con treintaiocho años al ser engañado, estafado, ridiculizado y encarcelado.

Consciente de haber dejado atrás los últimos fuegos de su otoño, Casanova, el anti-funcionario por antonomasia -siempre puso la inteligencia por encima del mérito- aceptó en 1785 la propuesta de un mecenas -el conde de Waldstein- para poner orden en la biblioteca de su castillo en Bohemia. Digno hasta en pantuflas, entre 1786 y 1789 intentó, por tres veces, acceder a la inmortalidad de la que se sabía merecedor; publicó una novela utópica, Icosameron, completo fracaso; escribió "Histoire de ma fuite des prisons de la république de Vénice qu´on l´appelle les Plombs", obra maestra de tardío reconocimiento; trabajó inútilmente en un ensayo matemático respecto a la duplicación del cubo, problema que d´Alembert consideró insoluble (1760) sirviéndose solamente de la regla y el compás. Ante estos fracasos y -quizás como postrer consuelo- se lanzó a escribir "Histoire de ma vie" hasta su muerte, el 4 junio de 1798. Le llegó la gloria cuando ya no la pudo morder allí donde el polvillo de la eternidad lo había cubierto. Qué importa si para nosotros -los cuatro auténticos europeos que quedamos- está, como su prosa, tallada en el granito.

*Economista y matemático