La reaparición, con los primeros días del verano, de la plaga de incendios en los montes de Galicia demuestra, una vez más, que algo falla en la política de la Xunta, de ésta y de las anteriores, porque ninguna ha resuelto el problema.

La temporada estival no ha podido arrancar peor. Solo el pasado fin de semana, Galicia registró 200 incendios, una cifra superior a la media de la época de máximo riesgo. En A Cañiza, uno de los municipios más castigados junto con Boiro, el fuego terminó arrasando 320 hectáreas. Pero la ola sigue sin detenerse: Barro, Cotobade, Ponteareas, San Vicente y una larga lista de localidades más, han visto estos días como las llamas se cebaron con sus montes.

El verano llega precedido de la primavera más seca y cálida de los últimos 50 años y con temperaturas que ya han llegado a alcanzar los 40 grados en zonas del interior y hasta de las Rías Baixas. De ahí que el riesgo de incendios se multiplique, tanto que los expertos han advertido de que los meses de julio y agosto pueden resultar muy duros.

Pero con ser extremas, las condiciones climatológicas no bastan para explicar la ola de fuego con que ha arrancado este verano. Nadie objeta que la culpa de que el monte arda es de quien le prende fuego, pero Galicia no puede resignarse a asumir esta plaga como algo normal.

Aunque haya habido avances en la lucha contra el fuego, la batalla sigue muy lejos de ganarse. Y no se trata solo de fijar las responsabilidades, que también, ni de urgir lo necesario para acabar con el factor humano de intencionalidad en el origen y desarrollo del fuego. Es necesario multiplicar el esfuerzo en las tareas de prevención de los incendios, porque la altísima inversión en medios de extinción, muy loable, se ha demostrado insuficiente a la hora de proteger los intereses forestales, privados y comunales. El conselleiro de Medio Rural, Samuel Juárez, fue claro en una reciente entrevista a FARO: "El dispositivo de extinción es potente y muy costoso y tenemos que ir rebajando los gastos".

La alternativa, la tarea preventiva, imprescindible, ha de pasar por la participación de los propietarios de montes, de los vecinos de los municipios y de todas las Administraciones. Y debe pasar también por el fortalecimiento de una idea, y hasta de una cultura, que consiste en la consideración de la masa forestal como un bien común, colectivo, que además de engrosar la fisonomía de Galicia, de sus paisajes y naturaleza, es también la esencia de un país. Solo dándole valor al monte, se estará más cerca de salvarlo.

La creación de esa idea, de esa cultura, necesaria en la medida en que no hay una sola causa de los incendios y por tanto han de abordarse desde perspectivas y actores distintos, exige un gran acuerdo político y social. Un Pacto por el Monte que se constituya en el marco jurídico de la participación requerida y el campo en el que la batalla ha de darse con un respaldo cuanto más amplio mejor. Un pacto, en definitiva, que ha de gestarse y cimentarse en el Parlamento, pero que debe trascender a la Cámara y extenderse a toda la sociedad.

Pero se necesitará todavía más: la participación de servicios esenciales del Estado, como son la Justicia y los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad. La primera para perfeccionar el marco legal represivo de las actividades incendiarias, agilizando los trámites y llevando y resolviendo los casos ante los jueces de forma que las demoras no se conviertan al final en ventaja para los delincuentes. Los segundos, perfeccionando los servicios de inteligencia para averiguar quién quema el monte primero, y después para detenerlo y ponerlo a disposición de los tribunales.

Y mientras no cambie el Código Penal, será misión casi imposible que un incendiario pague su culpa en la cárcel. Los datos son elocuentes: en lo que va de año 71 personas fueron detenidas e imputadas por incendios forestales, tantas como en todo 2010, y sin embargo, excepto una, todas las demás están ya en la calle.

Se estará pues lejos de cantar victoria mientras no se afronte el problema a fondo desde todos los frentes citados. Lo que está en juego es mucho más, con ser ya bastante, que la riqueza forestal de un país como Galicia en el que la madera ha jugado, y tiene que jugar, un papel decisivo en su crecimiento económico. El fuego amenaza con alterar el ocio, el sosiego, en definitiva la paz social de un país que se ha ganado el derecho a exigir soluciones prácticas, porque teorías y palabras ya ha tenido demasiadas.