Japón conforma una simbiosis meticulosamente ensamblada de tradición y modernidad. Lo efímero y lo inmutable. Cerezos y cemento.

La floración de los cerezos, de cortísima duración, llena de éxtasis a los japoneses; por la emoción estética de su belleza intrínseca –la que sentía Chopin en Valdemossa– pero también porque mientras la contemplan se les está escapando, como la vida misma, en un soplo. Y es que uno de los rasgos esenciales de los japoneses es la valoración de lo efímero. Al ser el tiempo muy corto para apreciar lo efímero su goce gana en intensidad. No otra cosa reflejan los haiku, un suspiro poético concentrado en pocas palabras que intentan retener la esencia de la sensación evanescente.

En cualquier caso, actualmente la mentalidad japonesa ha sido muy influida por la visión occidental del mundo. Cientos de quilómetros de costa están protegidos por un doble muro de hormigón en previsión de tsunamis aunque, dicen las malas lenguas, la presión de las cementeras para construirlos fue decisiva. En esta ocasión, la ola saltó cinco metros por encima de la contención pero su virulencia habría sido mucho más devastadora sin el muro. Los críticos para con la agresión estética que el muro inflige al paisaje oponen que además de ineficaz –lo cual es discutible– relajó las restricciones del principio de precaución de los ingenieros de Fukushima que nunca sospecharon (o asignaron una esperanza de probabilidad mínima) que una eventual ola alcanzaría el sistema de refrigeración de la central. Y este punto sí merece ser analizado por cuanto indicativo de que los japoneses cuando fracasan es por exceso de confianza. Simétricamente, cuando triunfan, y triunfan con frecuencia, es gracias a la confianza en sí mismos. Veamos. El otro día leí lo siguiente:

Un monje preguntó a una garza.

–¿Por qué estás tan delgada?

–Porque los peces no se dejan ver.

Entonces preguntó a los peces por qué no se dejaban ver.

–Porque las hierbas están muy frondosas.

–¿Por qué estáis tan frondosas?, preguntó a las hierbas.

–Porque los bueyes no nos comen.

–¿Por qué no coméis las hierbas?, dijo a los bueyes.

–Porque no nos sacan a pastar.

–¿Por qué no sacáis a pastar los bueyes?, preguntó a los boyeros.

–Porque no se nos cuece el arroz.

Se dirigió al fuego y preguntó:

–¿Por qué no haces hervir el agua?

–Porque la leña está húmeda.

El monje comprendió que para todo ha de haber una causa.

Esta parábola, con ínfulas filosóficas, a los japoneses les parece el sumun de la profundidad, la lógica y la sabiduría. Para un occidental, sin embargo, es una auténtica chorrada pues no explica la causa principal que da pie al resto: cuál es la causa de que el monje hable la lengua de los animales, de la hierba y del fuego. Quiere decirse, a los japoneses, a pesar de una lógica metódica e implacable, con frecuencia se les olvida la pregunta crucial. En Fukushima se les olvidó construir otro muro de cemento alrededor de la central para que no pudieran alcanzarla las olas y ni aun así mermará la confianza que tienen en sí mismos como nación. Ni dos bombas atómicas lo consiguieron.

Yo viví con unos amigos japoneses una anécdota que ejemplifica a la perfección esa confianza. Por razones que no vienen al caso conocí al Ku Klux Klan (KKK) como bauticé a tres economistas-matemáticos japoneses: Kakutani, Katayama y Kobayashi, trinomio al que se sumaría en versión exótica este que aquí tenéis: Kalazan. El trinomio K3 trabajaba en un gabinete especializado en productos financieros –subcontratado por Sumitomo– con el que yo colaboraba ocasionalmente. Los miembros del K3 habían renunciado a la minoritaria gloria del reconocimiento científico para ganar dinero, mucho dinero. A las publicaciones y reputación entre sus pares preferían el anonimato de los cálculos financieros con los que obtenía fabulosas ganancias. Los Aston Martin y las geishas con las que los llenaban los compensaban con creces.

Ya constituidos en K4, organizábamos una reunión semanal de carácter lúdico. En una cena en Tsukizi, en París, no sin ánimo provocador les dije que acababa de descubrirse el manuscrito que Wolfgang Döblin (hijo de Alfred Döblin, autor de la memorable novela "Berlin Alexanderplatz") había enviado a la Académie des Sciences de Paris antes de suicidarse (21/06/1941). En esa memoria, Döblin/Doeblin presentaba sus investigaciones respecto a la ecuación de Kolmogorov que recordaban sospechosamente a los trabajos en cálculo estocástico del matemático japonés Kiyosi Itô (autor del lema/fórmula de Itô, quizás el más potente instrumento matemático utilizado en la teoría del cálculo financiero moderno, modelo Black-Scholes) K3 agarró un cabreo considerable; los japoneses no encajan bien que se ironice con sus capacidades y menos aún que se los acuse de plagio. Yo era consciente de mi despropósito, pues los resultados de Itô van mucho más allá de lo conseguido por Döblin, pero lo más sustancial, para lo que aquí nos interesa, vino a continuación al comentar que los japoneses lo hacían todo a medias. Les puse como ejemplo que eran capaces de elaborar las gulas pero incapaces de pintarles los ojos. Mis amigos japoneses se quedaron estupefactos sin saber que replicar hasta que, pasado un buen rato, Kobayashi con calma y plena convicción dijo: "Dales algún tiempo a los japoneses y verás cómo son capaces de pintarles ojos a las gulas".

Esta confianza en sí mismos explica quizás por qué un país que vivió tan trágicamente los efectos de la radiactividad en Hiroshima y Nagasaki haya optado por la energía eléctrica de origen nuclear. Para los japoneses, sus centrales son perfectas porque algo que perfecciona un japonés es perfecto aunque no lo haya inventado. Solo es cuestión de tiempo alcanzar la perfección.

A día de hoy, que yo sepa, y ya han pasado más de diez años, las gulas siguen sin tener ojos. Y es que cosas aparentemente sencillas como pintarle los ojos a las gulas o blindar una central nuclear a veces resultan inalcanzables. Pero, ay, ya me gustaría que los gallegos fuéramos algo más perfeccionistas no tanto para fabricar centrales nucleares perfectas sino, aunque solo fuera, para no dejar las casas a medio hacer.