Ahora que el Tigre Celta se ha convertido en un astroso gato callejero, ya nadie quiere saber nada de la Irlanda que durante años se nos vendió como modelo de éxito y desarrollo. “España no es Irlanda”, sentencian con risa nerviosa los expertos. “España no es Irlanda”, repiten obsesivamente las autoridades en una especie de letanía que empieza a recordar más de lo debido a las preces de un rosario. Todos rezan y se apartan del apestado ante el temor de que la actual epidemia de ruina se cobre sus dos próximas víctimas aquí, en los países de la Península Ibérica.

Razones no faltan para el susto. Secuestrada por el dragón de la quiebra, la verde Erín se dispone a pagar un costoso rescate en forma de rebajas de sueldos y pensiones, prórroga de la edad de jubilación, bruscas subidas de impuestos y despidos masivos de trabajadores públicos.

Algunas de esas medidas ya se han tomado -o planeado- en España, pero aún así la mera hipótesis de que el mal irlandés pueda contagiarse a esta parte de la península pone a cualquiera los pelos como alcayatas. Más que nada porque, efectivamente, España no es Irlanda. Para ser exactos, el tamaño de su economía es cuatro veces mayor, con lo que una eventual caída cuadruplicaría el dolor del golpe.

Resueltos a negar a Irlanda más veces de las que San Pedro lo hizo con Cristo, tal vez los expertos ya no recuerden la época -muy reciente- en que el éxito del llamado Tigre Celta era motivo de estudio en las más renombradas escuelas de negocios. Por aquel entonces, todos querían ser Irlanda: y no era para menos. El que fuera menesteroso país de emigrantes había alcanzado en los últimos años una de las rentas per cápita más altas del mundo gracias al brioso crecimiento de su economía en tasas de hasta el 10 por ciento anual. El quid de ese milagroso desarrollo residía, al parecer, en las ayudas de la Unión Europea y -sobre todo- en los bajos impuestos que atrajeron a algunas de las más importantes multinacionales norteamericanas de alta tecnología. Tanto como para que en el año 2003, por ejemplo, Estados Unidos invirtiese más dinero en Irlanda que en la mismísima China.

A todas esas causas, los analistas añadían aún la decidida apuesta del Gobierno irlandés por la educación y la sociedad del conocimiento, pero se conoce que exageraban un tanto. Aunque pocos lo dijesen en la época de las vacas gordas y los microchips abundantes, ahora se ha descubierto que el famoso milagro irlandés se inspiraba también en parecidos principios a los de la latina España. Es decir: en el crédito fácil y barato, el cultivo intensivo del hormigón y la consiguiente especulación inmobiliaria que hizo subir un 200 por ciento el precio de las viviendas.

La burbuja del ladrillo estalló al mismo tiempo en Irlanda y España, razón que acaso sea bastante para deducir que los dos países se parecen algo más de lo que sugieren las vehementes negativas de estos últimos días. Aunque, por fortuna, los peritos europeos en estas cuestiones vean claras diferencias a nuestro favor entre la situación de uno y otro.

A quien sí pudiera asemejarse Irlanda, incluso en esta negra hora, es a Galicia. Después de todo, los irlandeses descienden de Ith, el hijo de nuestro caudillo Breogán, según la leyenda a la que han dado validez científica ciertos estudios genéticos del Trinity College de Dublín que confirman su cepa galaica. Y no sólo eso. Además de los cromosomas, gallegos e irlandeses comparten también el hábito de emigrar, la pasión por los cachelos, la afición a la música y la imparcial devoción por la bebida y las bellas letras que tantos grandes escritores engendraron allá como aquí.

Escritor era precisamente el también artista y político Castelao que, llevado de su admiración por los patriotas irlandeses, ideó la famosa frase: “Como en Irlanda, ¡érguete e anda!”. Aunque ahora mismo no sea exactamente la más oportuna.

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