Doblando la última esquina de octubre, y en vísperas de la festividad de Difuntos, se ha muerto, a los 92 años, Marcelino Camacho, que fue una de las figuras más conocidas de lo que se ha dado en llamar la Transición. Es decir, la acomodación de las principales instituciones de la dictadura franquista a la democracia salvando los muebles de los grandes intereses económicos. Después de tanto tiempo de nada y silencio, y de una larga noche de piedra (digámoslo metafóricamente, rememorando la obra de Laforet, de Fernández Santos y del gallego Celso Emilio Ferreiro), aquella fue una época curiosa de aparecidos y resucitados. Del exilio y de la cárcel emergieron unos personajes pálidos y fantasmagóricos, que salían a la luz de la curiosidad pública entumecidos y recelosos. La gente los miraba con la prevención temerosa de quien no sabe todavía si la extraña aparición sera benéfica o maléfica y no se atrevía a tocarlos. La mayoría de ellos eran unos perfectos desconocidos. El franquismo había hecho desaparecer su memoria bajo la losa del oprobio, y solo algunos nombres escapaban a esa condena. Entre ellos, Dolores Ibarruri, la Pasionaria, y Santiago Carrillo, dos dirigentes de izquierdas a los que la propaganda ferozmente anticomunista de la dictadura había señalado como personajes casi diabólicos. La Pasionaria era una figura de la etapa republicana a la que se atribuían las peores abyecciones en que puede caer una mujer. Y Santiago Carrillo era el dirigente comunista de la posguerra que, al servicio de Moscú, conspiraba desde el exilio para traer otra vez a España la ruina moral de la que nos había salvado Franco. Luego se demostró que encajaban perfectamente en la operación de mudanza y hasta tuvieron un papel destacado en ella. Don Santiago, después de unos discretos conciliábulos con el poder, emergió ante la opinión pública desde debajo del disfraz de una peluca y abrazó inmediatamente la bandera de la monarquía restaurada. Y doña Dolores presidió la mesa de edad de las primeras Cortes democráticas y se convirtió en una gran dama de la Transición. Ninguno de ellos pasó por la cárcel. Igual que Tarradellas, un señor desconocido que vivía en Francia cultivando su huerto y que de repente apareció transformado en el padre de la patria catalana de la mano de Adolfo Suárez. "Ya estoy aquí", gritó el aparecido desde un balcón a la muchedumbre que lo victoreaba como si lo hubiera estado esperando toda la vida. Peor suerte que ellos tuvo Marcelino Camacho, otro dirigente comunista del sector sindical. Desde el final de la Guerra Civil, por unas causas o por otras, pasó más de catorce años en las cárceles españolas por el hecho, tan inocente, de reclamar derechos para los trabajadores. Su mujer, que lo esperaba tejiendo, igual que Penélope a Ulises, le hizo unos jerseis de cuello subido que estuvieron muy de moda (los famosos "marcelinos"). Tuve que tratar a Camacho cuando yo era presidente del Comité Intercentros de los Medios de Comunicación del Estado y lo recuerdo como un hombre animoso que nunca respiraba por la injusticia de haber sido tratado como un delincuente peligroso. Tenía la costumbre de anotar todo en una pequeña libreta. En una ocasión, cuando un compañero mío de Zaragoza se le presentó como miembro del PC y de CC OO, sonrió con orgullo a sus acompañantes y dijo: "¡Hay que ver, con las dificultades que nos han opuesto y los comunistas estamos en todas partes!". En eso pecaba de algo de optimismo histórico.