Morirse suele ser tarea urgente, y por desgracia inaplazable, que no entiende de burocracia; pero bien podría ocurrir que las listas de espera tan típicas de los hospitales se extiendan también al más fúnebre ámbito del camposanto. Algún que otro precedente ha habido ya por esos mundos.

No hace muchos años, el alcalde de una localidad francesa próxima a Toulouse dictó un bando por el que se prohibía morir a los vecinos del pueblo bajo la amenaza de severas sanciones si les diese por abandonar este mundo sin permiso municipal.

La medida, tan drástica como fúnebre, no tardó en ser imitada por algún otro consistorio de Francia e incluso tuvo ecos en Brasil. Harto de que la gente se le fuese para el otro barrio sin previo aviso, el alcalde brasileiro de Biritiba publicó una orden por la que quedaba tajantemente “prohibido morir en este municipio”. “Los ciudadanos”, añadía el regidor en su bando, “deberán cuidar de la salud para no fallecer”, bajo amenaza de multas a los posibles herederos.

Tanto en los casos franceses de Cugnaux y Sarpourenx como en el de la mentada localidad brasileña, la radical prohibición de la muerte por orden gubernativa obedeció a la falta de espacio disponible en los cementerios locales. Como no es cosa de ir por ahí apilando cadáveres en una sola fosa, los alcaldes tuvieron que recurrir a tan extremas si bien necesarias medidas.

Retrucarán sin duda los más escépticos que esto de prohibir la muerte mediante un bando (o cualquier otra disposición) ha de ser una de esas muchas alcaldadas que tanto abundan en España y, por lo que se ve, también en Francia o Brasil. Pero tampoco sería prudente tomarse estas cosas a broma.

Peritos como somos los gallegos en estos asuntos de ánimas, bien podríamos certificar que aquí la gente no muere de manera tan radical y absoluta como suele hacerlo en otros lugares de la Península y del mundo. Nadie ignora, desde luego, que cuando un vecino de este reino deja de respirar y hacer gasto en la taberna se limita únicamente a cambiar de parroquia. Deja la de los vivos para ingresar en la de los muertos; pero el tránsito es mucho menos radical que en otras culturas donde el salto de la vida a la muerte es un abrupto cambio de estado. Aquí, por el contrario, no pasamos de mudarnos a otra forma distinta de existencia -o no existencia- que no tiene por qué ser mejor ni peor que la recién abandonada con permiso del alcalde.

Muy mala no ha de ser en todo caso la vida de los difuntos gallegos, habida cuenta de que las ánimas de la Estadea tienen por costumbre salir por esos caminos de la noche en alegre pandilla. Tal vez sea ese el motivo por el que, cuando menos en la antigua Galicia rural, los paisanos contemplasen la muerte con mucha mayor naturalidad que en cualquier otro país del mundo. Aquí no tendría el menor sentido, desde luego, un edicto de prohibición de la Parca como los emitidos en Francia, en Brasil y otros lugares donde abunden los munícipes excéntricos.

Se ignora si la prohibición de fallecer dictada por tan extremados ediles tuvo o no efectos positivos sobre la caída de la mortalidad en sus ayuntamientos, o cuál habrá sido, en su caso, la sanción impuesta a aquellos que, desafiando las órdenes del alcalde, porfiaron en morirse. Como quiera que sea, poco nos ha de importar a los gallegos la falta de eficacia de tal medida.

Aficionados como somos por aquí a cultivar el humor lúgubre en nuestros confianzudos tratos con la muerte, los gallegos solemos usar la expresión “Hai que ir morrendo” con el mismo significado de un saludo de buenos días o buenas tardes. Para nuestra fortuna, no tenemos aquí alcaldes tan extremados como los que prohíben morirse a la población en Francia o en Brasil. Al menos en Galicia, los cadáveres pueden respirar tranquilos sin temor a las multas y todavía no hay listas de espera en el camposanto. De momento.

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