Casi tan tenaces como las golondrinas de Bécquer, los tránsfugas vuelven a dar que hablar otra vez tras la ruptura del pacto que mantenían contra ellos los dos principales partidos del país. Curiosa figura esta. La palabra tiene ecos vagamente carcelarios, pero el tránsfuga no pasa de ser en realidad un político que huye del partido por el que salió electo para pasarse -o apoyar- al de enfrente sin soltar el cargo. Así lo define al menos la Academia Española, por más que el lenguaje coloquial haya catalogado a esta especie con el más rudo término de cambiachaquetas.

Es el caso que los conservadores han dado por roto el acuerdo que mantenían con los socialdemócratas para evitar trasiegos de diputados y concejales en cualquiera de las dos direcciones. No se trata de que a partir de ahora se dé barra libre a quien quiera llevarse su escaño a otro partido, naturalmente. De hecho, la experiencia sugiere que el tan mentado y ya finiquitado pacto no impidió en modo alguno la fuga de cargos públicos decepcionados por su propio bando o tentados por el adverso.

En Galicia, que algo sabemos de estas cosas, los tránsfugas tienen su más remoto antecedente en los “nubeiros”, esos trasnos voladores que andan enredando entre las nubes y gozan del mágico don de desatar las tormentas a su placer. Son una especie de diablos subalternos que, a pesar de su escasa jerarquía pueden llegar a provocar importantes conmociones, ya sea en la atmósfera, ya en el más cerrado ámbito de un Parlamento o de un Concello.

Fue precisamente un cisma en el partido conservador y la consiguiente mudanza de escaños lo que alumbró allá por el lejano año 1987 el primer gobierno de coalición -tan efímero como el segundo- entre socialdemócratas y nacionalistas. El lance no careció de singularidades, si se tiene en cuenta que el vicepresidente de la Xunta de Alianza Popular derribada entonces por la moción de censura pasó a ocupar el mismo cargo en el nuevo Consello presidido por un socialista.

Tampoco hay que remontarse tan atrás en el tiempo para deducir que el intercambio de cromos entre partidos sigue siendo hoy una costumbre igual de arraigada que hace veinte años. Ahí están para demostrarlo los cambios de sillón que se produjeron durante los últimos meses en Gondomar, Mos, Silleda, Láncara y otras varias alcaldías gallegas gracias a la traviesa intervención de nuestros inquietos nubeiros municipales. Nada más lógico, por otra parte. Antes que en intrincadas cuestiones ideológicas que a nadie importan, los derribos de alcalde suelen tener su origen en disputas por el mando, cuando no en razones de inquina personal entre el edil destronado y el que -en compañía de otros- le quita la silla.

A pesar de tan copiosas evidencias, el presidente Feijóo acaba de sugerir que se prohíba por ley, ya que no por pacto, la actividad de los tránsfugas. La idea parece excelente, aunque mucho es de temer que su aplicación práctica resulte tan ardua e inútil como poner puertas al campo o regular por decreto los principios de la gravitación universal. Si algo ha demostrado la experiencia, desde luego, es que el ansia de poder salva sin problemas cualquier ley o pacto de comportamiento que se le oponga.

Probablemente resultaría más útil cambiar el actual sistema de votación en listas cerradas por otro que permitiese la elección directa de diputados y alcaldes. Una vez eliminada -o al menos atenuada- la posibilidad de enjuagues poselectorales, desaparecerían también los tránsfugas por mera falta de mercado en el que ofrecer sus servicios.

Solo entonces podría invocarse cabalmente aquí el ejemplo de Winston Churchill, ilustre tránsfuga que explicó su mudanza de la casa liberal a la conservadora adornándose en el trance con una de sus frases lapidarias, a saber: “Cambio de partido para no tener que cambiar de ideas”. Hay que ver lo lejos que queda Inglaterra.

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