Celebro cada nuevo libro de Fernando Savater como se merecen él y el libro: lo leo de cabo a rabo. Ocurre que el último, por ahora, no solo lo leí sino que hasta lo estudié. Es "Tauroética" (Ed. Turpial) otro acierto pleno que solo plácemes merece al no delatar ninguna gestación pesada ni pedante ni indefinición sino que es todo concreto y sensible, definido, en suma. Bajo la facilidad seductora de una prosa de seda, hechizante –una simbiosis personalísima, magistral, de Borges y Voltaire– late una inteligencia única, imprescindible en estos tiempos de desconcierto intelectual, de cacao mental, como raramente se ha vivido en Occidente desde que somos Occidente. En Tauroética, al hilo de las prohibiciones de las corridas de toros en Cataluña, Savater desmonta desde el punto de vista filosófico, que es el que verdaderamente le interesa, uno de los camelos de moda: el animalismo adanista/ a ultranza.

El animalismo a ultranza no está lejos de ser un capricho del hipermilitantismo de ociosos, casi una degeneración de la sensibilidad y el intelecto –puro buenismo adanista, nostalgia del paraíso perdido– que, en sus versiones más extremas, asigna los mismos derechos a los animales que a los seres humanos y a veces, a la vista de ciertas herencias y legados, incluso más. Conviene precisar que el animalismo es también un capricho de ricos –o de países ricos– aparecido y acrecentado "según la mayoría de los habitantes de los países desarrollados se han ido alejando de la simbiosis campesina con los animales, ha ido creciendo la idealización de éstos y la compasión por su suerte" (p.45) aunque "nuestros parientes inferiores" nunca han estado del todo ausente de las reflexiones morales de Occidente. Podría añadirse "de países ricos y civilizados". Pero esa civilización, la occidental, la única que existe –otra cosa son las diferentes culturas en relación con el comportamiento social para con los animales– no se asienta, ennoblece ni perfecciona por considerar a los animales iguales en derechos a los humanos o en establecer un calibrado crítico muy específico de la crueldad para con ellos puesto que, como bien apunta Savater, la equivalencia entre humanos y animales no es sostenible habida cuenta que no puede haber reciprocidad consentida.

Por si fuera poco, los libros de Savater nos hacen reflexionar –además del placer intrínseco de su lectura y de lo que siempre se aprende, incluso con deliciosa y alelada sonrisa de placer– al menos en mi caso. Es cierto, este libro, tan pensado, permite instantáneos e intensos contagios. Y ya contagiado, también me puse a reflexionar y a preguntarme cómo se libran del malestar espiritual que deben producirles las contradicciones e incoherencias del día a día consumista en las que incurren la inmensa mayoría de los animalistas aunque los haya sin embargo –si bien son excepción– que intentan vivir de forma absoluta respecto a sus convicciones. Es decir, viven en la veneración absoluta por la vida, cualquier vida (la doctrina de la ahimsa) que hace en Oriente a los jainitas llevar un velo sobre la boca para no tragarse por descuido un insecto.

Con la excepción de esos casos de rigurosa coherencia, el mecanismo de evacuación de las contradicciones, por los desagües de la conciencia, se resume aceptablemente bien en un concepto bastante socorrido entre los sicólogos: la "disonancia cognitiva" (Léon Festinger, 1957). La disonancia cognitiva –muy utilizada por los sicólogos sociales y sociólogos en el análisis de los comportamientos políticos– puede interpretarse de varias formas. La más sencilla, se me ocurre, es que los humanos tendemos a vivir en el confort moral e intentamos eliminar lo que nos prive de ese confort por la incoherencia de nuestro comportamiento. Por ejemplo, un nacionalista que viva del sueldo o de la pensión del Estado que quiere romper encontrará cincuenta razones para no padecer la humillación moral de vivir a costa del enemigo que pretende destruir (tanto es así que al independista Maciá no se le caía la cara de vergüenza por cobrar del Estado español en su calidad de coronel del Ejército). Por ello, una persona que se oponga a las corridas de toros a buen seguro se proveerá de argumentos utilitaristas para calzar zapatos de cuero de animales probablemente peor tratados que los toros. Por no hablar de los comedores de salchichas –tan abundantes en países que claman contra la crueldad de la tauromaquia– de cerdos criados en condiciones que reprobaría el mismísimo Manolete, el torero del primer franquismo. O habrá quien dé de comer a decenas de gatos celebrando su abundancia en un oscuro callejón pero castrará a la gata que tiene en casa para no sufrir camadas indeseadas. En fin, una persona que no se lave diariamente los dientes o los pies difícilmente aceptará que es sucia y para justificar su comportamiento encontrará alguna razón, que puede ir desde la falta de tiempo hasta lo perjudicial de los lavados frecuentes. Quiere decirse, cuando de forma más o menos consciente nuestro comportamiento no corresponde a la idea que queremos tener de nosotros mismos entra en juego la "disonancia cognitiva".

El caso es que el adanismo, forma suprema del buenismo y del confort moral, delicia nuestra, prosigue manando en esta época de insufrible corrección política sus inagotables maravillas de convivencia prohibicionista o impositiva para quienes no piensen ni vivan como ellos. En este sentido, es muy de agradecer el demoledor fuera máscaras de Savater en "Tauroética".