Un brioso agente antidisturbios dotado de porra e inquietudes lingüísticas corrigió el otro día en Santiago a una joven andaluza que preguntaba por la Pescadería Vella, ignorando que el nombre auténtico de esa plaza no es otro que el de Pescadería Vieja. “Tú, que eres de fuera, deberías saberlo”, añadió un tanto incongruentemente el policía antes de ofrecerle un par de obleas sin consagrar a la forastera que buscaba una dirección y se encontró con un exabrupto.

Antonio de Nebrija, ilustre forjador de gramáticas y diccionarios, afirmó en famoso prólogo que “Siempre la lengua fue compañera del Imperio”, aunque se refería obviamente a empeños mayores como, por ejemplo, el de la conquista de América. Ahora que las lenguas y los imperios son otros, se conoce que aún quedan a nuestra módica escala local algunos funcionarios empeñados en que al idioma lo acompañe la porra. O en mandar a la porra a los vulgares lenguajes vernáculos.

Sorprende un poco que la policía trate de suplantar a la Real Academia Española en su meritoria labor de defensa de la lengua, pero ya se sabe a qué extrañas situaciones conducen a veces los excesos de celo. Tal vez el agente decidido a castellanizar por las bravas el callejero de Compostela estuviera bajo el influjo de algunos políticos cuya obstinación con la toponimia y las lenguas periféricas empieza a adquirir rasgos francamente pintorescos.

Es bien conocida, por ejemplo, la campaña a favor de que se rotulen en los dos idiomas oficiales los nombres de todas las poblaciones y calles existentes en las comunidades bilingües. La idea parece razonable y lo bastante contemporizadora como para que el tan mentado policía pudiese aceptar imparcialmente la denominación de Pescadería Vieja o Pescadería Vella, ahorrándole así un mal trago a la andaluza agallegada de esta historia. Mucho es de temer, sin embargo, que su aplicación práctica condujese a resultados cuando menos chocantes y cuando más, cómicos.

Ni los más acendrados defensores de la toponimia bilingüe han llegado -de momento- al extremo de abogar por la doble denominación Pontevedra-Puentevedra, tal como hacen ya sin complejos con La Coruña y Orense. Tampoco han propuesto aún la conversión de O Carballiño en El Roblecito y, a lo sumo, se limitan a optar en la práctica por el híbrido Carballino. Probablemente habría que ampliar el tamaño de los carteles de entrada a la localidad para incluir el dilatado párrafo: “Bienvenidos a O Carballiño-Carballino-El Roblecito”; pero tampoco vamos a pararnos en gastos cuando de instaurar el bilingüismo trilingüe se trata.

A estos casos habría que agregar aún los de Ponteareas-Puenteareas-Puente Arenas, Pereiro de Aguiar-Peral del Aguilar, Sanxenxo-Sangenjo-San Ginés, Boimorto-Buey Muerto y -ya metidos en faena- Salcedo-Sal Temprano. La rotulación a doble lengua de las calles sería tarea más hacedera, aunque de consecuencias no menos sorprendentes. Siempre habrá a quien le choque saber que se encuentra en la Praza do Obradoiro-Plaza del Taller cuando llega a la catedral de Santiago o descubrir en A Coruña-La Coruña la existencia de una plaza con el nombre armónicamente bilingüe de María Pita-María Gallina.

Razón no les falta, pese a todo, a los esforzados paladines de la lengua española que ha de ser defendida por los antidisturbios de la persecución que al parecer sufre en Galicia. Fáciles son de imaginar los apuros que pasaría un conductor que, procedente de la Meseta, pretendiese llegar a La Coruña guiándose por confusos carteles que indican la dirección de “A Coruña”. Por no hablar ya de la posibilidad de que un desconocedor de la lengua gallega se despistase en su camino hacia Orense y acabase en Astorga por culpa de los indicadores que sitúan su destino en lugar de nombre tan raro como “Ourense”.

Cosas como estas no pasarían con agentes tan bizarros como el que el otro día mandó el gallego a la porra en Compostela. Francamente.

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